El futuro de uno de los proyectos mineros más importantes para Ecuador, que quiere apostarle a ese sector para apalancar su desarrollo, será incierto hasta que la Corte Constitucional se pronuncie.
Serán los magistrados del máximo tribunal de ese país quienes definan cómo terminan tres años de enfrentamientos legales y hasta físicos entre la minera china Junefield Ecuagoldmining y varias comunidades locales de la montañosa región de Cuenca. En una primera instancia esos pobladores le ganaron a la empresa, que busca explotar los yacimientos subterráneos de oro y plata de la mina de Río Blanco, pero el gobierno de Lenin Moreno apeló el fallo y el caso sigue en un limbo.
A la espera de ese fallo definitivo, el muy mediático caso está revelando las dificultades que tiene el sector minero en Ecuador, en medio de la falta de diálogo entre empresas y comunidades, las preocupaciones por su huella ambiental y la casi completa ausencia del estado.
La comunidad, entre el oro y el agua
Para llegar a Río Blanco, un caserío escondido entre la niebla a 3550 metros por encima de la cordillera de los Andes, hay solo dos caminos.
Ambos están trancados por plumas metálicas que cortan el paso según la voluntad de quien las maneja. Sin embargo, cada una tiene un operario distinto: mientras las comunidades opuestas a la mina de oro bloquean la vía asfaltada para impedir el paso de los vehículos de la minera, una empresa de vigilancia privada contratada por la empresa controla –con la aprobación de la Policía Nacional- el paso por la pedregosa carretera secundaria que abraza los riscos de la montaña.
Esas dos trancas son la evidencia física de hasta qué punto ha escalado el conflicto social en esta zona escasamente poblada con gente, pero rica en agua y oro.
“No podemos entrar a nuestro territorio libremente: nos tienen controlados, nos piden documentos muchas veces. Este camino lo construimos nosotros sin ayuda porque la empresa no quiso ayudar”, dice la líder campesina Elizabeth Durazno, vistiendo un gorro morado de lana para protegerse del frío en el techo de los Andes. Esta mujer de 37 años y cuatro hijos es una de las caras más visibles de lo que en Río Blanco llaman, de manera intercambiable, ‘la resistencia’, ‘la lucha’ o ‘la prevención’.
Es apenas uno de los temas que tiene enfrentados a varias decenas de campesinos indígenas con la empresa que pertenece al conglomerado privado chino Junefield Mineral Resources Holdings, cuyo yacimiento de oro y plata podría significar más de 200 millones de dólares al país. En realidad se trata de un conflicto heredado tras comprarle a la canadiense International Minerals Corporation (IMC) en 2013, pero que desde entonces ha crecido.
Aunque casi todos los vecinos de Río Blanco han trabajado para la minera en el pasado, hoy la acusan de no haber cumplido sus compromisos laborales, de no traer mejorías en la calidad de vida local, de taponar una laguna con escombros, de promover divisiones dentro de las comunidades y, sobre todo, de no haberles consultado previamente.
Cierto o no, la realidad es que los poblados vecinos están divididos sobre el proyecto. La mayor parte de las 80 familias de Río Blanco se opone a la mina aledaña. En Cochapamba, más distante de la mina pero también dentro de su área de influencia directa, la mayoría está a favor. Más abajo sobre la vía de acceso, Yumate decidió unánimemente bloquear el acceso a los vehículos de la minera y Molleturo, donde está el gobierno local, es más favorable. Incluso al interior de las mismas comunidades están enfrentados, algo que los detractores de Junefield atribuyen a la minera y que sus defensores le endilgan a los opositores.
Todo esto ha contribuido a que el conflicto escalara sin que se vislumbren posibilidades claras de solucionarlo.
La tensión llegó a su máximo punto en mayo del 2018, cuando lo que comenzó como una protesta pacífica en Río Blanco terminó con el incendio del campamento de la minera. Hasta hoy no hay claridad sobre lo que ocurrió ese día, en una conflagración que los chinos dicen fue provocada por los campesinos y de la que éstos acusan a la seguridad privada de la mina.
Más allá de las preocupaciones de los lugareños, Río Blanco no es un lugar cualquiera. La mina está situada justo en los bordes del Parque Nacional Cajas, que alberga más de cientos de lagunas de alta montaña y es una verdadera fábrica de agua. Una decena de ríos fluyen desde sus páramos, llevando agua a Cuenca, a la costa ecuatoriana y a los ríos de la cuenca del Amazonas.
Las comunidades temen que las actividades de la minera puedan afectar el agua que nace dentro del parque nacional, algo prohibido por la ley. La empresa insiste en que su proyecto está por fuera –a 3,5 kilómetros de sus linderos- y que no tiene por qué afectarlo.
“Nosotros tenemos que sacar de la Madre Tierra para comer. Vivimos del campo y del riego, así que ¿qué va a pasar? No queremos que eso se pierda. La empresa china no nos da oídos”, dice la campesina Beatriz Loja en Yumate, cuyas quebradas bajan de Río Blanco.
El valor hídrico del Cajas, considerado una Reserva de la Biósfera por Naciones Unidas, es tan grande que el caso también se volvió políticamente sensible en Cuenca, la tercera ciudad del Ecuador cuya agua proviene de allí y cuyos tribunales se convirtieron en el nuevo escenario de la disputa desde hace un año.
La batalla legal por Río Blanco
A pesar de que casi todos los titulares de prensa se han centrado en la tensa relación entre comunidades y empresa, el caso en realidad se ha movido en los tribunales.
El 1 de junio del 2018, el juez Paúl Serrano ordenó la suspensión de las actividades en la mina y la desmilitarización de la zona, respondiendo a una acción legal de protección presentada por las comunidades argumentando que se habían violado sus derechos al agua, al trabajo y a ser consultados. El golpe más duro para Junefield y el gobierno ecuatoriano fue su determinación de que se había violado el derecho de las comunidades indígenas vecinas a ser consultadas previamente sobre el proyecto.
El Gobierno ecuatoriano apeló esa decisión y el caso subió hacia el Tribunal provincial de Azuay. En medio de gran expectativa y ruidosas muchedumbres en el central Parque Calderón de Cuenca, el 3 de agosto tres magistrados ratificaron el fallo.
Su doble victoria, que parece no ser definitiva aún a raíz de la decisión del Gobierno ecuatoriano de apelar y elevar el caso hasta su última instancia posible en la Corte Constitucional, muestra una realidad cada vez más común en Ecuador y otros países de América Latina.
Conscientes de que las protestas y bloqueos de vías suelen terminar en enfrentamientos con la fuerza pública e incluso en procesos penales contra sus líderes, las comunidades locales ahora están optando por estrategias más jurídicas y políticas.
Y están ganando. En abril de este año, los indígenas waorani de la Amazonia ecuatoriana ganaron un caso similar en la justicia, a causa de un proyecto petrolero dentro de su territorio que no les había sido consultado. En octubre pasado, otro tribunal protegió a los indígenas cofán de Sinangoe, que presentaron una queja idéntica contra varias concesiones mineras.
Río Blanco fue justamente la primera de esas victorias. En parte se debió a que el caso fue acompañado por un sinnúmero de organizaciones indígenas y Ong legales, que intervinieron en las audiencias judiciales respaldando las preocupaciones de los vecinos.
Entre ellas estuvo Zhang Jingjing, una prestigiosa abogada ambiental china que hizo énfasis en el compromiso de China de que sus empresas respeten las normas ambientales y los derechos de minorías étnicas de los países donde trabajan.
“Es hora de que las empresas chinas que están invirtiendo o quieren hacerlo en América Latina enfrenten el desafío, adopten buenas prácticas globales, escuchen con sinceridad y respondan a las preguntas de las comunidades afectadas”, escribió Zhang, que lleva años litigando en temas ambientales en China y que dirige el Programa de Rendición de Cuentas Ambiental Transnacional de la Universidad de Maryland, para Diálogo Chino.
Hay una diferencia, sin embargo, entre el caso de Río Blanco y las otras victorias legales, que está en la nuez de la disputa política hoy.
Los habitantes de Río Blanco solo se comenzaron a identificar como indígenas cañari kichwa en 2017, cuando ya había un conflicto con Junefield. Esa condición de indígenas es la que les da derecho a exigir la consulta previa libre e informada, un derecho protegido por la Constitución ecuatoriana y por el Convenio 169 sobre pueblos indígenas de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que Ecuador firmó. Por eso se organizaron como comunidad indígena, redactaron sus estatutos y se registraron ante Ecuarunari, el brazo de la organización indígena nacional que reúne a los pueblos indígenas de los Andes.
Ese tema de la autoidentificación es espinoso. El Gobierno de Lenin Moreno disputa hoy que ellos sean indígenas, argumentando –con cierta lógica- que esa información no estaba disponible al inicio del proyecto. Irónicamente, fue el propio gobierno ecuatoriano –entonces liderado por Rafael Correa, con Moreno como vicepresidente- el que promovió desde el censo poblacional de 2010 que las comunidades con raíces indígenas se declararan como tal.
“El Ministerio de Minas hasta ahora dice que no somos pueblos indígenas, sino que somos mestizos, pero nosotros nos autoidentificamos como indígenas”, dice Elizabeth Durazno, señalando que cumplen con dos de los criterios probatorios: tener apellidos que demuestran ancestros indígenas y documentos históricos probando que la parroquia de Molleturo tuvo presencia histórica de los cañari-kichwa.
“Los pueblos indígenas han sido víctimas de muchas violaciones de sus derechos colectivos, a pesar de que la consulta previa está en la Constitución. Sobre todo el gobierno de Rafael Correa, que certificaba quién era indígena y quién no, fortaleció la idea de que nos oponemos al desarrollo y a la tecnología, que queremos vivir como nuestros antepasados, que somos los que atrasamos el progreso. Con esto nos deslegitimaba, sobre todo a los líderes”, dice Lauro Sigcha, dirigente de la Federación de Organizaciones Indígenas y Campesinas del Azuay (FOA) que ayudó a los vecinos de Río Blanco a organizarse.
Esto ha generado que en Ecuador haya hoy un pulso político por quién es indígena y quién no. En medio de una ausencia de espacios para que las comunidades locales participen en la toma de decisiones sobre sus territorios, por ejemplo de proyectos mineros y petroleros, muchas están jugando la carta indígena.
Ese será seguramente uno de los temas que examinará la Corte Constitucional, dado que el gobierno de Moreno interpuso una acción extraordinaria de protección contra el último fallo judicial, argumentando que no se cumplió el debido proceso y solicitando que la empresa pueda reanudar la operación. La decisión de fondo podría tomar hasta un año, dado que la Corte tiene más de 8000 casos pendientes.
Eso permitirá clarificar una situación confusa para todos. “Nosotros aún no entendemos las implicaciones de la suspensión”, dice Andrés Durazno, cultivador de trucha, secretario de la asociación de agroecología de Río Blanco y líder también de la oposición a la mina.
De abogado antiminero a gobernante provincial
Con el pelo largo amarrado en una coleta y un pañuelo arco iris anudado en el cuello, Carlos Yaku Pérez es el singular abogado que ha estado al frente de la estrategia legal de los pobladores enfrentados a la mina de oro.
Este carismático abogado de 50 años, que hasta hace poco lideraba la organización indígena regional Ecuarunari, fue quien aconsejó a la comunidad de Río Blanco identificarse como pueblo cañari kichwa y quien instauró la acción de protección en su nombre. Aunque era ya conocido en Cuenca tras años litigando casos de agua y derechos indígenas, la victoria judicial sobre Junefield cementó aún más su estatus.
“Claro que somos indígenas: nuestros apellidos, nuestro color, nuestra cosmovisión lo es. Pero hay un modus operandi muy generalizado: acá no hay consulta previa. Confunden consulta previa con socialización, con audiencias, con cualquier otra cosa que no lo es”, dice Pérez, haciendo énfasis en que este tipo de victorias legales habrían sido imposibles bajo el anterior gobierno de Rafael Correa, que ejerció una fuerte presión sobre la rama judicial.
Durante el proceso legal, Pérez denunció haber sido retenido ilegalmente por pobladores a favor de la mina, que -según él- le amenazaron de muerte y lo golpearon. A raíz de ese episodio, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) -que depende de la OEA- le otorgó medidas cautelares, solicitando a Ecuador garantizar su seguridad.
En un giro que seguramente complicará aún más el caso, Pérez decidió este año lanzarse al cargo de prefecto de la provincia del Azuay como candidato del partido indígena Pachakutik, haciendo campaña con el eslogan del “defensor del agua” y tocando saxofón en las calles.
Al final, su victoria en las elecciones de marzo fue tan sorpresiva como contundente: ganó con 117.000 votos y más de 10 puntos porcentuales de ventaja sobre su siguiente rival.
En cierta forma, su carrera refleja el aumento en influencia de la causa indígena en Ecuador en las últimas dos décadas. Tras ser uno de los fundadores y el primer presidente de la FOA provincial, pasó a liderar Ecuarunari y a ser directivo de la Conferedación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie). Al asumir el cargo de gobernador provincial de Azuay hace un mes, se convirtió en apenas el tercer prefecto indígena del Ecuador.
En ese proceso de autoidentificación como indígena cañari kichwa también se cambió el nombre: desde hace dos años ya no es Carlos Ranulfo sino Yaku Sacha –o ‘agua del monte’- en reconocimiento de los orígenes cañari kichwa de su familia.
Su elección no fue la única cuestión minera que se debatía ese día en las urnas. El 86% por ciento de los habitantes de tres poblados de Azuay –incluido aquel donde creció Pérez- votaron en contra de la minería, en una consulta popular convocada a raíz de otro conflicto social y ambiental. Esa disputa, por el proyecto de Quimsacocha con la minera canadiense Iamgold, fue justamente el primer caso que Pérez y FOA plantearon legalmente.
Aunque su cargo no implica una incidencia directa en decisiones sobre temas mineros, la presencia de Pérez en el gobierno regional seguramente complejizará aún más el ambiente. Una de sus primeras promesas recién electo fue anunciar que llevará un proyecto de consulta popular –similar al de Quimsacocha- a la legislatura provincial, para que todos los habitantes de Azuay se pronuncien sobre la minería cerca de fuentes hídricas.
Su campaña generó entusiasmo en Río Blanco, como atestiguan los afiches y calcomanías en casas y fincas de la zona montañosa, pero también entre los ciudadanos urbanos de Cuenca donde el tema del agua también es considerado sensible.
“Emergen territorios que ven el potencial de reconocerse y autoidentificarse como pueblos indígenas y que hay tratados internacionales que lo favorecen. No lo ven ya como un retroceso, sino como una forma de protección de sus territorios, sobre todo de proyectos extractivos”, dice Lauro Sigcha.
Es el otro lado de la moneda: ser indígena pasó de tener una connotación negativa a ser un activo en sus disputas.
La visión del Gobierno ecuatoriano
El pleito legal que enredó la mina de Río Blanco ha generado un dilema para el gobierno del presidente Lenin Moreno, que lo considera uno de sus cuatro proyectos mineros estratégicos.
“Cuando tienes un proyecto que puede poner 610 mil onzas de oro y 4,3 millones de onzas de plata, a precios actuales de 1325 dólares por onza, ves cuán importante es desde un punto de vista económico. Antes de que en octubre la empresa tuviera que hacer recortes, generaban 656 empleos, además de pagar impuestos”, nos explicó el viceministro de minas Fernando Benalcázar en su despacho en Quito. “En resumen, tiene un impacto inmenso para todos en un país que necesita este tipo de inversión”.
El proyecto de Junefield, una empresa que tiene sede en Hong Kong, inversiones en finca raíz en China (bajo el nombre de Zhuangsheng) y proyectos de extracción de oro y cobre en Perú, es central para que Ecuador pueda cumplir la meta de que el sector aporte el 4% del PIB nacional para 2020. Tanto así que el año pasado Moreno creó un súper ministerio fortalecido para impulsar la política de largo plazo que necesitan los sectores de hidrocarburos, minería y energía.
“Es la gente de Río Blanco la que sería beneficiaria directa de empleos, entrenamiento para el trabajo y que podría proveer servicios a la empresa, desde los más básicos como lavandería hasta alimentación y mano de obra”, dice Benalcázar, un ingeniero civil y antiguo ejecutivo del sector petrolero que regresó a Ecuador para trabajar en el gobierno de Moreno.
Su visión coincide con la de otros vecinos de la zona que ven con buenos ojos la inversión local de la mina, que había sido inaugurada en 2016 en presencia del ex vicepresidente Jorge Glas (hoy condenado por el escándalo de corrupción de Odebrecht).
“Nosotros como comunidad lo único que hemos exigido es que el Gobierno ponga orden. Si tiene que hacerse, que se haga bien. Hemos apoyado con la intención de que estos recursos se pongan al beneficio de las comunidades y sean invertidos en necesidades básicas, priorizando educación, salud, vías y proyectos productivos”, dice Manuel Muevecela, dirigente de la comunidad de Cochapamba, cuya familia paterna es de Río Blanco. “Claro que va a haber impactos, incluso en el ambiente, pero debemos asegurar que hay más positivos que negativos”.
Sin embargo, a pesar del potencial económico de la mina, el Gobierno ecuatoriano parece tener una lectura simplista de lo que ha ocurrido en Río Blanco, que pone el acento en las hipotéticas motivaciones de los actores y omite sus causas más profundas.
“¿Hay un conflicto? Sí, entre ciertas personas que no pertenecen siquiera a la comunidad. De los ocho líderes, seis son de afuera y están todos liderados por una persona externa. Es una minoría la que intenta comprometer un proyecto de interés nacional”, dice el viceministro, refiriéndose –sin nombrarlo- al abogado Yaku Pérez.
En la visión del Gobierno, los pobladores de Río Blanco no son indígenas sino campesinos y, por lo tanto, el fallo judicial es equivocado.
“En ciertas circunstancias específicas debe realizarse la consulta previa libre e informada, no con comunidades –en eso quiero ser claro- sino con comunidades indígenas ancestrales que han existen desde épocas coloniales, antes de los españoles, y a quienes protege la Constitución. Alguna gente, con otros intereses, manipula eso e intenta obtener un poder de veto que no existe ni en nuestra Constitución ni en ninguna convención internacional que hemos suscrito”, explica, subrayando que en todo caso el gobierno respetará cualquier decisión final judicial.
Las comunidades pro-mineras están de acuerdo con el Gobierno a grandes rasgos: también atribuyen a Pérez un interés electoral, creen que la carta indígena es oportunista (identificándose ellos como mestizos) y se declaran víctimas de sus cierres en la vía, pero se distancian de éste en reconocer que sus vecinos opositores son genuinamente locales.
El principal temor de los sectores favorables a la mina es que Río Blanco se convierta en una gran mina ilegal. El precedente dramático que cita Benalcázar es Buenos Aires en el norte del país, donde miles de personas extraen oro ilegalmente en medio del control de grupos criminales y la ausencia del Estado.
“Río Blanco es considerada el siguiente blanco de los ilegales en el país. La diferencia es enorme: esclavitud moderna, prostitución, lavado de dinero, cero impuestos ni regalías, daños ambientales. No les importa un centavo”, advirtió Benalcázar, señalando –sin mostrar evidencia- que los activistas anti-mineros tendrían un interés económico en explotar ese oro si la empresa renuncia a la mina.
En medio de estas posturas tan distanciadas entre sí, el conflicto ha seguido creciendo.
Con o sin argumentos científicos sólidos, las comunidades están cada vez más preocupadas por los posibles daños ambientales y escépticas de los beneficios económicos. Mientras tanto, las empresas y el Gobierno desechan sus temores como producto de la desinformación o el activismo, limitándose a insistir como discos rayados en que manejan las últimas tecnologías y que los proyectos extractivos traen progreso.
No existe ningún espacio de diálogo donde comunidades, empresas y autoridades puedan conversar de manera horizontal, por lo que al final nadie reconoce que las preocupaciones de los pobladores ni las aborda seriamente. “Preferían hablar a grupitos de líderes de trabajadores y [pedirnos] que le contáramos a las familias. Para nosotros la política de la empresa ha sido así: de no hablar con todos”, dice el campesino Rubén Cortés.
Intentamos hablar con Ecuagoldmining por teléfono y en persona, pero la empresa manifestó que su gerente local estaba muy ocupada con reuniones en Quito y que requería permiso de la sede central en Beijing. Además de Junefield, en ella invirtió la empresa estatal provincial Hunan Gold Group. “Ustedes deberían hablar con el Ministerio de Minas. Ellos son nuestros socios”, nos dijeron al visitar su oficina frente al río Tomebamba en Cuenca.
En lo único en lo que parecen estar de acuerdo todos los pobladores, los que están a favor y los que se oponen a la mina, es que el Gobierno ha estado totalmente ausente.
“No ha hecho lo suficiente para resolver esto: ha hecho su gestión para entregar la concesión, pero no ha habido seguimiento adecuado. Es un abandono de las instituciones del Estado total”, dice Muevecela, quien también intervino en las audiencias legales y pide que la voz de los lugareños pro-minería sea tenida en cuenta.
“El Estado es una parte de este conflicto: se ha mostrado incapaz de ver la complejidad del problema, pensando que actúa en pro de lo mejor pero sin siquiera entender las posturas de las comunidades”, dice Ivonne Yánez, una bióloga de la ONG Acción Ecológica que ha seguido el proceso legal.
También reconocen que hace falta un modelo participativo más amplio, que no solo proteja a las minorías étnicas. Como dice el líder indígena Lauro Sigcha, “esto no debería ser solo para indígenas, sino para todos los que viven en territorios que ven amenazadas sus comunidades. ¿Por qué la preferencia solo para indígenas en estos casos?”
El resultado de esta dinámica es que las empresas solo reaccionan cuando huelen que su inversión puede verse afectada por la oposición. El Gobierno solo aparece cuando hay que apagar un incendio. Y las comunidades quedan molestas por decisiones tomadas en escritorios a cientos de kilómetros de distancia. Todo ocurre de manera reactiva y, quizás lo más dramático, desescalar se vuelve casi imposible.
Un respaldo mayor a su causa también significa que no es claro si las comunidades de Río Blanco aceptarían un fallo en favor de la mina. En caso de que la corte decida que la mina no puede permanecer, las autoridades podrían verse a gatas para parar la minería ilegal en la región. Pero, más allá del oro, será difícil detener el debate iniciado por los pobladores de Río Blanco: después de todo, ¿qué es ser indígena y no tienen todas las comunidades el derecho a decir ‘no’ a proyectos que podrían cambiar sus modos de vida?
“Así venga el mismo presidente del país, no nos interesa hablar de minería. Ya no creemos, ya es tarde”, dice Hipólito Pacheco, otro líder de Río Blanco.
Por eso, por más que la Corte Constitucional se pronuncie, no parece existir hoy una ruta clara para desactivar el conflicto social y ambiental en estos caseríos abrazados por las nubes de los Andes.
El creciente apoyo a su lucha hace difícil prever si las comunidades de Río Blanco aceptarían una decisión en favor de la mina. Tampoco es claro si, en caso de que los magistrados determinen que la mina no puede operar, el Estado tiene la capacidad de fiscalizar cualquier minería ilegal que surja. Pero, más allá del oro, no será fácil cerrar el debate iniciado por los habitantes de Río Blanco: ¿qué es ser indígena en el Ecuador y tienen derecho las comunidades locales a rechazar los proyectos que sienten pueden transformar sus modos de vida?
Este reportaje, el primero de una serie sobre la huella ambiental y social de proyectos mineros chinos en Ecuador reporteado en conjunto con Lulu Ning Hui de Initium Media en Hong Kong, recibió el apoyo del Rainforest Journalism Fund a través del Pulitzer Center on Crisis Reporting.