En 2016, un grupo de investigadores demostró la relación genética entre el maíz actual y el teosinte, una hierba no comestible cultivada por los antiguos pobladores mesoamericanos. La evolución del cereal es utilizada frecuentemente para explicar los orígenes de la biotecnología, una disciplina que en su faceta moderna comenzó en la década de 1970 y se posiciona hoy como estratégica por su potencial para mejorar la productividad en distintas actividades, entre ellas la agropecuaria.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) define a la biotecnología como “la aplicación de la ciencia y la tecnología a organismos vivos, así como a partes, productos y modelos de los mismos, con el objeto de alterar materiales vivos o no, para producir conocimiento, bienes y servicios”. La introducción de cultivos genéticamente modificados, o transgénicos, según su acepción popular, es quizá la aplicación más conocida de la biotecnología, un proceso que aceleró hacia 1990 y no está exento de cuestionamientos, provenientes especialmente desde sectores ambientalistas.
El análisis realizado en 2016 por el equipo del Centro de GeoGenética en Copenhague involucró la secuenciación del genoma de una mazorca de maíz de 5.310 años de antigüedad, que había sido excavada en el Valle de Tehuacán en México. Desde ese momento, la humanidad, sin saberlo, fue dando los primeros pasos de lo que se conoce como “biotecnología clásica”, cruzando y seleccionando las mejores especies. La publicación de la famosa estructura de doble hélice del ADN en 1953 representó un hito fundamental para la evolución de la disciplina, ampliando su abanico de herramientas, principalmente a través de la ingeniería genética y la biología molecular.
1996
El año en que Argentina autorizó el primer evento transgénico para su comercialización en el país, la soja resistente al herbicida glifosato. Para ese entonces, la superficie sembrada de soja rondaba las 6 millones de hectáreas. Dos décadas y media después, la cifra promedia las 16 millones.
Aplicado a la actividad agropecuaria, según precisó Pablo Armas, director académico de la Licenciatura en Biotecnología de la Universidad Nacional de Rosario, en Argentina, la biotecnología se concibe como “el uso de organismos vivos que tienen interés agronómico para mejorar alguna característica de las plantas, ya sea de las características comerciales de esos productos, como la resistencia a un herbicida, o para aumentar los rendimientos”.
Argentina, uno de los líderes en el mercado mundial de granos, aceites y subproductos, se encuentra entre los países que más intensamente los aplicó en sus cultivos. Datos del Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agrobiotecnológicas (ISAA, por sus siglas en inglés) lo ubicaban en 2019 tercero a nivel mundial respecto a la superficie sembrada con esa tecnología.
Los dos cultivos genéticamente modificados que más se aplican en Argentina son la soja y el maíz. “Las características que se han incorporado son tolerancia a herbicidas, resistencia a insectos, o ambas características en la misma planta”, indica un documento publicado por el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca, que también señala que esos productos se exportan a decenas de destinos, incluyendo la Unión Europea, China, India, Latinoamérica y Medio Oriente.
En febrero de 1996 Argentina autorizó el primer evento transgénico para su comercialización en todo el territorio nacional, la soja resistente al herbicida glifosato. Para ese entonces, la superficie sembrada de esa oleaginosa rondaba las 6 millones de hectáreas. Dos décadas y media después, la cifra casi se triplicó, promediando las 16 millones. Con el maíz ocurrió algo similar.
Una tecnología disruptiva
La sequía viene golpeando las economías de Sudamérica, dadas sus consecuencias sobre la producción agropecuaria. Este tipo de eventos, que ocurren con mayor frecuencia por impacto del cambio climático, podría tener una posible solución gracias a uno de los descubrimientos más resonantes de la biotecnología argentina, la denominada tecnología HB4.
La tecnología HB4 es obra de un equipo de investigadores dirigido por la bioquímica Raquel Chan, integrante del sistema científico estatal y recientemente premiada por el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA). Gracias al aislamiento de un gen de girasol, injertado en la soja, el maíz o el trigo, brinda la propiedad a varios cultivos de tolerar la sequía, manteniendo -e incluso aumentando- su productividad.
“Las técnicas de la biotecnología permiten justamente estas innovaciones, que serían imposibles de lograr con los métodos tradicionales. Hemos logrado cultivos tolerantes al estrés hídrico, un tipo de afección que se repite con cada vez más frecuencia, por la volatilidad de las precipitaciones”, explicó Claudio Dunan, el Director de Estrategias de Bioceres, firma encargada del patentamiento de la tecnología.
Con aprobaciones actualmente en trámite, su utilización masiva se transformaría en un hito para Argentina, por tratarse de un desarrollo realizado íntegramente en territorio nacional, merced a una asociación entre un laboratorio público y una empresa privada. Hasta ahora, la amplia mayoría de tecnologías aplicadas son importadas, por lo que el cambio podría ser superlativo, según consideró Marina Baima, secretaria de Ciencia, Tecnología e Innovación de la provincia de Santa Fe.
Baima, funcionaria del distrito cuyos puertos explican el 40% de las exportaciones nacionales, considera que Argentina en general y su provincia en particular tienen los elementos para transformarse en potencial líder en el campo de la biotecnología.
“Con 200 firmas, estamos 16 en el ránking de países con más empresas en el sector. Eso, para un país emergente, brinda la pauta que tenemos condiciones para desarrollar tecnologías a escala global”, explicó, replicando un dato revelado por el Ejecutivo nacional en 2019, en un documento en el que también se subraya que el país se encuentra quinto en lo referente a ventajas reveladas en biotecnología.
Biotecnología y agroquímicos
La evolución de la biotecnología no es bien recibida por todos los sectores. La incipiente regulación de la tecnología HB4 volvió a actualizar el debate el año pasado, tras las advertencias que lanzaron entidades ambientalistas sobre las posibles consecuencias de su implementación.
Lo manifestado por las organizaciones es, en líneas generales, similar a lo expresado sobre los 66 transgénicos aprobados hasta hoy en Argentina. Su postura es que las innovaciones terminan generando efectos nocivos para la salud, consecuencia directa de un mayor uso de productos fitosanitarios.
“Desde 1996 el incremento en el uso de agrotóxicos se disparó 1.500%. El impacto de esa suba se ve principalmente en los pueblos rurales fumigados, donde hubo aumentos en las enfermedades neurodegenerativas, trastornos de fertilidad y enfermedades respiratorias”, indicó Marcos Filardi, perteneciente a la Red de Abogadas y Abogados por la Soberanía Alimentaria.
La crítica encuentra eco en algunas investigaciones, aunque su volumen es aún escaso, según consideran otros actores de la academia. La falta de financiamiento para este tipo de trabajos impide hacer una conclusión categórica, pero hay fuertes evidencias que producto del déficit en el control estatal, se registran prácticas inadecuadas para la aplicación de estas tecnologías.
“El mal uso de la biotecnología es el que le otorga su mala fama”, admitió Pablo Armas, otorgándole parte de la razón a Filardi, quien consideró que “la discusión por el uso es teórica, porque la realidad demuestra que el modelo no funcionó”. Para el asesor de entidades ambientalistas, la biotecnología generó mayores resistencias de malezas, lo que obligó a incrementar paulatinamente la cantidad de productos fitosanitarios.
La propia industria trabaja para operar sobre este problema. Bioheuris es otra empresa argentina premiada internacionalmente, en este caso por desarrollar una tecnología que mejora el manejo de malezas, para reducir el impacto ambiental de los herbicidas. “Si aplicas el mismo producto, en algún momento aparecen resistencias. Entonces, lo que hacemos es optimizar genes de las plantas para utilizar herbicidas más seguros”, explicó uno de sus fundadores Carlos Pérez.
Los desarrollos han sido pensados desde una lógica empresarial, que desatiende las múltiples realidades de los productores y del ambiente
Los productos que desarrollan Pérez y su equipo recién estarían disponibles en cuatro o cinco años. El largo proceso desde la investigación hasta la salida al mercado explica en parte por qué son pocas las organizaciones capaces de financiar este tipo de desarrollos, que en última instancia son evaluados por organismos oficiales. El proceso de regulación es también otro punto de crítica de los sectores ambientalistas, con eco en algunos organismos de contralor oficiales.
“Nuestro planteo se centra en que todos los desarrollos han sido pensados desde una lógica empresarial, que desatiende las múltiples realidades de los productores y del ambiente”, opinó por su parte Agustín Suárez, integrante de la Unión de Trabajadores de la Tierra, que al igual que algunos municipios argentinos promueve la agroecología y el reemplazo de pesticidas por bioinsumos. La entidad produce actualmente sobre 1.000 hectáreas, una cantidad marginal en el total nacional pero “interesante” para demostrar una alternativa posible, según el referente.