Mientras el Congreso argentino discute un proyecto de ley de semillas que incrementaría los derechos de propiedad intelectual de un insumo clave para la producción agropecuaria, crece un movimiento que busca hacer más horizontal los conocimientos generados en el campo y compartirlos sin un pago extra.
Se trata de Bioleft, una iniciativa recientemente lanzada y con un primer intercambio simbólico de una variedad de trébol. Funciona a la vez como un contrato modelo para la transferencia de semillas de “código abierto” y como una plataforma web para dejar sentadas las características usadas en cada transferencia para uso eventual de otros productores.
Según la presentación en su sitio web, buscan además “promover la soberanía alimentaria, la autonomía tecnológica y la diversidad social, económica y ecológica”.
La comparación más cercana de la propuesta proviene, desde el nombre y el espíritu, de la computación, donde al código cerrado dominado por megacorporaciones se oponen a los programas de código abierto que copian y mejoran libremente ingenieros y programadores.
En el caso de las semillas, la palabra clave no es programación sino “mejoramiento”, que refiere al proceso mediante el cual se obtienen variedades que sirven más para determinadas condiciones del suelo y el clima (por lo general, obtenidas de manera tradicional: con cruzamientos y manejo de híbridos, no necesariamente con modificación genética de laboratorio).
Bioleft va en contra de los paquetes que venden las multinacionales que incorporan cada vez más cantidad de agroquímicos, con sus posibles consecuencias para la salud y el ambiente.
“Es una iniciativa que tiene el propósito de preservar germoplasma del sistema de patentes. Empezó con esa idea: de generar herramientas que permitan a los mejoradores de semillas poder transferir sus semillas y que el que las reciba no las bloquee a través de un sistema duro de propiedad intelectual, como son las patentes”, dice Anabel Marín, investigadora del Centro de Investigaciones para la Transformación (Cenit-Conicet) argentino y una de las cabezas del proyecto.
“Así empezamos a pensar en una licencia open source, como en software pero aplicado a semillas. Si te lo transfiero, es un conocimiento que lo podés usar para distintas cosas a negociar, pero no podés bloquearlo para usos posteriores. Lo contrario de lo que hace la patente, que bloquea y pone en riesgo el sistema de innovación de semillas”, agrega Marín, una economista con doctorado en política científica y tecnológica de la Universidad de Sussex, en Reino Unido.
A medida que su grupo fue tomando contacto con los interesados se generó la idea de una plataforma que registrara intercambios y fuera una herramienta participativa porque, según Marín, “muchos de los mejoradores empezaron a ver que se podía juntar información de cómo se desempeñan con distintos tipos de uso, algo que es difícil sin la infraestructura grande de testeos (que tienen las empresas comerciales)”.
La primera financiación del proyecto fue por parte del centro Steps, justamente de la Universidad de Sussex.
Contrainiciativa
En ese trayecto –que ya lleva un par de años- se fueron dando algunos contactos con profesores y agrónomos de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
“Hay un fenómeno mundial de concentración que es brutal. Tres empresas tienen el 60% semillas del mundo. Son las ahora fusionadas Bayer y Monsanto, Dow y Dupont, Nidera y Syngenta”, dice Gustavo Schrauf, director del Criadero Cultivos del Sur.
Buscamos ser una contrainiciativa. Bioleft es una alternativa para el flujo de los materiales genético, para no frenar el mejoramiento de los materiales
Uno de esos tres conglomerados, Syngenta, fue adquirido por la empresa china ChemChina, en un negocio de US$43 mil millones. La compra se concretó en 2017 luego de la autorización de las autoridades de la competencia y constituyó la mayor adquisición de una compañía extranjera por parte de una empresa china hasta el momento.
Además, Schrauf agrega: “Si Argentina liberaliza la producción de semillas con un cambio en la ley, se le va a quitar al productor el uso propio y se le dará más poder a las semilleras, que tomarán todas las decisiones de qué, cómo y cuándo sembrar. Buscamos ser una contrainiciativa. Bioleft es una alternativa para el flujo de los materiales genético, para no frenar el mejoramiento de los materiales”.
De todos modos, Marín se encarga de señalar que existen experiencias similares en otros lugares del mundo, aunque no con exactamente iguales.
Bioleft está ahora en fase de prototipo aún, aunque su potencial ha generado interés de la Secretaría de Ciencia del gobierno nacional de Argentina para aplicarlo en los primeros grupos que ya se mostraron interesados: gente de movimientos orgánicos, agricultura familiar y agricultura biodinámica.
También a la comunidad indígena argentina le cae bien el proyecto.
“Usa una lógica que planteamos los pueblos indígenas desde hace mucho tiempo. El conocimiento es ancestral y por eso no debe ser patentado. Por ejemplo, la gran variedad de maíz en toda América es innumerable, desde Honduras y El Salvador a México, del norte de Argentina a Bolivia y Perú, nadie la registró porque creemos que es lo lógico para que todos puedan tener alimentos variados”, dice Jorge Ñancucheo, miembro de la Organización Nacional de Pueblos Indígenas en Argentina (ONPIA) que reúne a todos los indígenas del país.
Y agrega desde Tucumán en un alto de su producción de cayote, maíz y zapallo: “Ahora, aparecieron multinacionales que se apropiaron del conocimiento y los genes de las semillas”, resume y explica así tanto su apoyo a Bioleft por parte las 650 comunidades que integran ONPIA como su oposición a la nueva ley de semillas. Es más, Ñancucheo fue parte de un encuentro nacional en septiembre en San Pedro de Colalao, cerca de la frontera con Salta, con participación de casi todas las provincias en el que Bioleft buscó acercarse a estos pequeños productores agrícolas. “Es un paso más hacia la soberanía alimentaria”, se entusiasma.
Voces disonantes
Representantes de algunos organismos estatales agropecuarios, empresas que hacen mejoramiento, asociaciones de semilleras y de productores –que posiblemente tengan reparos al sistema propuesto- se excusaron, no respondieron o prefirieron no hablar para esta nota.
Quien sí presentó sus dudas fue Edgardo González, profesor de derecho agrario en la Universidad Nacional de La Plata.
“Es interesante, pero lo que hace es cumplir con la actual ley de semillas. No tiene nada nuevo”, sintetiza y añade: “Hay prácticas que no respetan la ley actual (20.247 de 1973), por ejemplo el artículo 27, que habla del intercambio sin pagar por el uso, sin derecho de patente. Es decir, para que quede clara mi posición: este proyecto está bueno, es interesante, pero el problema es que se vende mucho humo”, se queja.
Es decir, le parece bien promover esa instancia de compartir conocimiento pero –subraya- “no descubrieron nada, no es una súper medida, algo trascendental”. Para él, está claro que habría que promover la variedad de semillas, algo que se dejó de hacer incluso bajo el paraguas de la ley actual.
“En cierto modo, la ley de semillas actual no se modifica porque ya se hace lo que quiere, se firman contratos de pago de propiedad intelectual, las empresas hacen publicidad de algo ilegal. A veces necesitan el marco regulatorio, pero a veces no. Hay un consenso en la práctica, ya se está haciendo”.
Para González, los productores no guardan las semillas por cuestiones que van de la practicidad a la economía: sale un poco más caro pero se evita mucho trabajo. “Sería interesante que se recuperara esa cultura (de guardar semillas para siguientes siembras). Hoy el productor va al consignatario que es el que le dice qué semilla le conviene y el productor no sabe qué está sembrando, salvo algunos casos de gente muy preparada”, dice.
Otra abogada, Mónica Witthaus, dedicada a la propiedad industrial señaló: “Me parece bien el enfoque de compararlo con creative commons y con software open source. De algún modo vienen a llenar un hueco entre lo legal sujeto a propiedad intelectual y lo ilegal, ya que lo que se propone es manejarse con semilla legal y no sujeta a propiedad intelectual por decisión de sus creadores”.
¿Es viable legalmente y en la práctica? “Depende de cómo se implementen los contratos y las averiguaciones previas que se hagan”, asegura Witthaus.
Como fuera, más allá de artilugios y vericuetos legales, las discusiones sobre las conveniencias de corto plazo, para unos pocos o para todos, el poder de las multinacionales de la agricultura versus los pequeños productores y un posible largo plazo –que algunos llaman sustentabilidad- sigue. Entre ellos sobrevuela una pelea de fondo entre lo que se conoce como soberanía alimentaria y el peligro de los monopolios que encarecen los productos.