Bosques

Lo que Colombia está aprendiendo de Venezuela en manejo integral del fuego

Indígenas, científicos y bomberos de Venezuela llevan trabajando juntos 20 años en pro de los bosques del Parque Nacional Canaima.
<p>María Constanza Meza en uno de los talleres participativos de manejo del fuego en Colombia, en donde los científicos y las comunidades construyen líneas de tiempo de incendios para identificar cuándo y dónde ocurrieron, qué impacto tuvieron y qué sucedió después. (Imagen: Arturo Cortés)</p>

María Constanza Meza en uno de los talleres participativos de manejo del fuego en Colombia, en donde los científicos y las comunidades construyen líneas de tiempo de incendios para identificar cuándo y dónde ocurrieron, qué impacto tuvieron y qué sucedió después. (Imagen: Arturo Cortés)

La devastadora temporada de incendios forestales en Australia de 2019 y 2020 dejó casi 3.000 millones de animales muertos o desplazados de sus hábitats – prácticamente la mitad de la población humana global. No todos los animales murieron calcinados por las llamas, sino por asfixia, inanición, deshidratación o depredados por otras especies salvajes. En total, los investigadores calculan que más de 11 millones de hectáreas fueron afectadas por el fuego.

¿Qué pasaría si ese megaincendio no hubiese ocurrido en Australia sino en el bioma de la Amazonia, que concentra el 10% de la biodiversidad que existe en el planeta y ayuda a producir lluvia y enfriar el aire global? ¿Los nueve países de la cuenca amazónica estarían preparados para controlar este evento o, mejor aún, para prevenirlo?

Venezuela, hoy sumida en una crisis política y humanitaria, entendió que no hay manejo y control del fuego sin el conocimiento de los pueblos indígenas y comunidades locales, y que es mejor ser proactivos que reactivos. Otros países, como Colombia, quieren adoptar sus enseñanzas.

 fire in Venezuela seen from Colombia's El Tuparro national park
Vista de un incendio en Venezuela desde el Parque Nacional El Tuparro en Colombia. Foto: Laura Mesa.

Los fuegos de Canaima en Venezuela

En 1999 en el Parque Nacional Canaima, ubicado en el escudo Guayanés en la mitad de la Amazonia venezolana, la doctora en ecología del fuego, Bibiana Bilbao, empezó un innovador proyecto de investigación.

Esta área protegida, hogar de icónicos tepuyes y del Salto del Ángel, inspiración de ‘El mundo perdido’ de Arthur Conan Doyle y declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, es un mosaico de bosques húmedos y sabanas que crecen sobre suelos ácidos y pobres en nutrientes. También resguarda los nacimientos del río Caroní, proveedor del 70% de la energía hidroeléctrica de Venezuela.

Con las intensas sequías en la región que empezaban a asomarse, cada vez más prolongadas e impredecibles, el uso del fuego que los indígenas pemón empleaban al interior del parque para sus prácticas ancestrales se convirtió en un dolor de cabeza para las autoridades locales. La compañía hidroeléctrica nacional Corpoelec, con la idea de conservar los bosques y las cabeceras de las principales fuentes de agua, creó un programa para la supresión y combate del fuego en la zona. Sin embargo, sus esfuerzos fueron insuficientes: solo el 13% de los incendios pudieron ser controlados.

Ahí inició el viaje de Bilbao. Junto a otros investigadores de la Universidad Simón Bolívar, asumió la tarea de entender el verdadero impacto que el pueblo pemón estaba teniendo sobre los ecosistemas y la biodiversidad de Canaima.

Bilbao halló más de 10 usos diferentes del fuego. Los indígenas pemón lo emplean para múltiples actividades: desde el cultivo itinerante, la caza (para emboscar y atrapar a las presas), la pesca y la recolección de miel hasta para algunas tareas domésticas como la cocina (preparando pan de mandioca, tapioca, farinha o cachiri) y otras labores comunitarias como la limpieza de carreteras, la protección contra plagas y depredadores (serpientes y escorpiones especialmente), la construcción (fabricación de ladrillos), la comunicación con señales de humo (alertar a la comunidad que hubo una caza exitosa), las ceremonias y prácticas rituales (para ahuyentar a los espíritus malignos, por ejemplo) y las celebraciones (con personas sentadas alrededor de hogueras).

Lo que más le llamó la atención a Bibiana Bilbao fueron los mosaicos de quema que utilizaba el pueblo pemón para la protección de los bosques donde realizan sus conucos (o chagras), una práctica que también se ha encontrado en Sudáfrica y Australia.

“Durante el primer año queman un área reducida de sabana cercana al bosque. Al segundo año buscan otra zona, y así sucesivamente hasta formar un mosaico de parches que tiene una historia distinta de quema. Como la vegetación naturalmente empieza a rebrotar después de estos eventos, vas a tener en el suelo distintas acumulaciones de material combustible (la biomasa seca que alimenta los grandes incendios)”, explica la científica, quien trabaja en la ONG británica Cobra Collective.

Al quedar un suelo que no es homogéneo, más parecido a un tapete de retazos, hay momentos en los que el fuego no puede avanzar porque no hay continuidad de ese material combustible. Los pemón, contrario a lo que se pensaba, crean cortafuegos naturales que protegen al bosque de cualquier gran incendio que inicie en la sabana.

Cuando Bilbao analizó los resultados de su experimento, encontró que los fuegos más intensos ocurrían en los puntos que llevaban más tiempo sin quemarse. Allí se iba acumulando un colchón de gramíneas (como hojarasca) que alcanzaba hasta 30 centímetros de alto y ayudaba a la propagación del fuego. “Sin esa práctica ancestral lo que se haría es incrementar la intensidad y severidad de los incendios en el área protegida, poniendo en riesgo al bosque tropical y a los nacimientos de agua”, señala Bilbao. “A eso hay que sumarle el cambio climático. Lo que tenemos es una bomba de tiempo”.

Entonces, ¿el fuego es malo o bueno? Depende: mientras que muchos ecosistemas y sistemas de uso del suelo son dependientes y necesitan del fuego para mantenerse, como sucede en las sabanas y ciertos bosques de pinos y encinos, existen otros que son altamente sensibles a su acción, como los bosques húmedos tropicales y altoandinos.

¿Los humanos somos los principales causantes? Sí. Hay causas naturales, claro, como la caída de rayos o erupciones volcánicas, pero se dan con mucha menos frecuencia que las acciones antropogénicas.

“Lo que debemos hacer es dejar de estigmatizar las prácticas locales y al fuego. Nuestra misión, si es que realmente queremos buscar soluciones a los problemas actuales relacionados con el cambio climático, es aprender de esas prácticas ancestrales. En Venezuela lo hemos llamado un manejo intercultural y participativo del fuego”, dice Bilbao. Lo que propone ella es un nuevo paradigma basado en el intercambio de saberes entre indígenas, campesinos, científicos y autoridades.

Durante los últimos 20 años, Bilbao y su equipo han hecho un gran esfuerzo por sentar a todos los actores en la misma mesa y construir un lenguaje común: “Hay que aceptar nuevos enfoques y percepciones sobre el fuego. Hablamos de ‘el fuego como amigo’, ‘el fuego como herramienta’, ‘el uso responsable y holístico del fuego’, ‘el manejo, la planificación, la prevención y el control del fuego’, en lugar de ‘el combate, la supresión y la exclusión del fuego’ o ‘el fuego como enemigo’. No podemos avanzar en soluciones si entramos en un conflicto de saberes”, remata.

Researchers and local communities analyse satellite data
Otro método de validación de la información satelital sobre incendios consiste en hacer recorridos de campos con los mapas de zonas quemadas y contrastar esa información con los habitantes locales. (Imagen: Arturo Cortés)

Una ley sobre fuego para Colombia

En Colombia, otro grupo de científicos empezó a tomar nota de los hallazgos de Bilbao y su equipo.

El fuego está compuesto por tres componentes. Es como un triángulo: primero, debe haber un combustible para quemar. Segundo, debe haber oxígeno disponible. Y tercero, debe haber una fuente de calor que permita que el fuego comience. Un fuego mal manejado, no planificado, puede desencadenar en un gran incendio. Pero no son lo mismo.

Casi todos los tipos de vegetación en el mundo están expuestos a la acción del fuego. Se estima que actualmente el área de vegetación afectada cada año por éste oscila entre 300 y 400 millones de hectáreas, o 3% de toda la superficie terrestre. Sin embargo, solo en Iberoamérica, según una reciente investigación sobre adaptación frente a los riesgos del cambio climático, son pocos los países –España, Portugal, Brasil, México, Chile y Bolivia– que cuentan con sistemas apropiados de monitoreo de incendios que indiquen su forma, periodicidad, tipo de vegetación afectada u organismo responsable.

Colombia no es uno de ellos. Por eso, para María Constanza Meza, ingeniera forestal y con maestría en manejo, uso y conservación del bosque, el país tiene una deuda pendiente: necesita un cambio de paradigma sobre el fuego.

“La supresión hace referencia a atacar los eventos de incendios solo apagándolos en el momento. Pero el manejo del fuego, en cambio, incluye una amplia gama de opciones: la prevención (antes de que ocurra el evento), la manera en que se controla (durante el evento) y el manejo posterior de las áreas afectadas”, explica.

Ella es una de las mentes detrás del proyecto de ley para el manejo integral del fuego en Colombia, radicado a finales del 2019 por el congresista Mauricio Toro, del partido Alianza Verde. La propuesta, construida durante dos años y que ha superado uno de cuatro debates necesarios para convertirse en ley, hace énfasis en tres componentes transversales: corresponsabilidad social, investigación y educación ambiental. Reconoce que el fuego es un elemento fundamental en las prácticas y el conocimiento de los campesinos, indígenas, afrodescendientes y comunidades locales, por lo que –en sus palabras– “las políticas en torno a este tema no pueden responder solo a preocupaciones ecológicas, desconociendo las prácticas territoriales, ya que se ha mostrado que solo la criminalización conlleva a conflictos socioambientales”.

Meza, al igual que Bilbao, hace hincapié en que es vital articular todas las formas de conocimiento, sin estigmatizar las prácticas tradicionales y ancestrales asociadas a su uso, así como impulsar la investigación científica y participativa.

“De la experiencia de Venezuela podemos aprender de las redes comunitarias, nacionales e internacionales, que han consolidado precisamente porque son conscientes de que el fuego no reconoce fronteras políticas. El objetivo es llegar a un equilibrio: que no se afecten las prácticas locales, pero tampoco los ecosistemas”, señala Meza.

Moriche palms six months after a fire
Un morichal seis meses después de una quema. (Imagen: Laura Mesa)

Un país sin datos

El problema es que todavía hay muchos vacíos de información en Colombia. Por eso desde el laboratorio de Ecología del Paisaje y Modelación de Ecosistemas (Ecolmod) de la Universidad Nacional, los investigadores están intentando llenar esa falta de datos para así ayudar a tomar mejores decisiones.

Estudian, entre otros temas, cómo modelar la ocurrencia de incendios en Colombia (identificando lugares y momentos que presentan alto riesgo, así como los potenciales daños), el efecto de los incendios sobre los mamíferos, cómo reaccionan los insectos que viven en el suelo a los incendios que ocurren en los ecosistemas de sabana y de bosque de galería, y cómo los incendios forestales afectan la diversidad de los murciélagos (que son claves para la dispersión de semillas, la polinización y el control de plagas). También analizan el paisaje sonoro (especialmente comparan el sonido de las aves en un bosque de galería quemado con uno altamente conservado en la cuenca del río Orinoco) para ver cómo se comporta la fauna cuando los hábitats son modificados, fragmentados o destruidos.

En Ecolmod, dirigido por la doctora en geografía Dolors Armenteras, se trabaja el componente ecológico en distintas escalas biológicas: tejido, organismo, especie, población (individuos de la misma especie), comunidad (conjunto de diferentes especies), ecosistema, paisaje y bioma. La bióloga Laura Isabel Mesa, por ejemplo, está investigando las diferencias entre las palmas de moriches que fueron afectadas por fuegos y las que no. Desde el año pasado analiza y monitorea diferentes parcelas dentro del Parque Nacional El Tuparro, colindante con el río Orinoco y con Venezuela.

Estos estudios sobre la ecología de las especies, dice, “permiten saber cuándo producen flores y frutos, cuánto puede extraer la comunidad local sin afectar a la población de esas plantas, qué tan sostenible puede ser esa extracción del recurso para su posible comercialización, cuáles son sus distintos usos y generar conocimiento para, luego sí, tomar decisiones correctas y establecer estrategias de conservación y manejo”, dice Mesa, que es candidata a doctora en ciencia.

Sin esa sinergia, la mesa queda con una pata floja.

Mientras se espera que Colombia apruebe la ley, las redes científicas e indígenas se siguen fortaleciendo. Bibiana Bilbao, por ejemplo, ha liderado encuentros presenciales entre líderes arekuna, kamarakoto y pemón (de Venezuela) y makushi y wapishana (de Brasil y Guyana) para intercambiar saberes. Está empecinada en replicar la experiencia en otros países.