“Estamos perdiendo la batalla del cambio climático y el calentamiento del planeta,” dijo recientementeel Presidente Francés Emmanuel Macron. Sus palabras resuenan con dramatismo en los oídos de líderes políticos y actores sociales a nivel mundial. Pero algunos parecen estar sordos.
París, angustia y premura
La angustia que sus dichos transmiten, puede tener varias interpretaciones. En principio, la falta de voluntad por parte de gobiernos en la eficiente aplicación de regulaciones sobre reducción de emisiones, resistencias a la internalización de normas globales que suponen reestructurar sectores productivos y, sobre todo, la insostenibilidad de compromisos asumidos en tanto la alternancia democrática en ocasiones significa denegar los acuerdos firmados; priman políticas de “gobierno” pero no políticas de Estado.
Segundo, la estrategia “negacionista” estadounidense sobre cambio climático ha sucumbido ante el axioma “América primero”, el cual encubre tácticas aislacionistas que torpedean compromisos multilaterales y quitan sustento a enfoques sobre co-responsabilidad internacional por parte de EE.UU.. Siendo este país el primer emisor global de gases de efecto invernadero (GHG), su giro unilateralista es asumido como parámetro para la acción por parte de distintos gobiernos.
El planteo de Trump y su retiro del Acuerdo de París muestra una postura totalmente contraria a la asumida por su antecesor Barack Obama, quien en 2015 había calificado el calentamiento global como “una amenaza creciente y urgente” contra la seguridad nacional estadounidense. En este orden, tal vez un cambio de postura por parte del gobierno estadounidense sea cuestión de tiempo, pero el estilo de liderazgo de Trump y sus secuelas en política exterior, auguran mayores dificultades en la formación de consensos globales sobre cambio climático.
En tercer lugar, la apelación francesa demuestra una extraña coincidencia entre economías en desarrollo y desarrolladas respecto a la permisividad para contaminar. Naciones como EE.UU., suponen que detrás de imposiciones globales persiste una maquinaria que busca erosionar su poder y primacía global como superpotencia. Por el lado de las “economías emergentes” si bien ajustan sus estrategias hacia el largo plazo en orden a mejorar indicadores sobre emisiones, no dejan de provocar desequilibrios cuya sumatoria llevará décadas corregir.
Los casos de China e India son paradigmáticos. China se muestra proclive a la aplicación de compromisos globales y acepta reglas de juego multilaterales.
Asume un radical cambio en la matriz energética, introduce tecnologías limpias y espera reducir el nivel de polución en sus centros urbanos hacia mediados de siglo. Al mismo tiempo, ha lanzado el mayor mercado de “derechos de emisión de dióxido de carbono” del mundo que obligará a las firmas eléctricas a pagar por cada tonelada de CO2 que expulsen. Sin embargo, este instrumento cubrirá sólo el 10% del dióxido de carbono que el sector energético mundial emite anualmente.
En el caso de India, la polución se ha transformado en un grave problema tanto urbano como rural. Nueva Delhi es la undécima ciudad más contaminada del mundo y el Ministerio de Medio Ambiente ha dicho que la quema de desechos sólidos y cultivos, emisiones de vehículos y el polvo proveniente de obras de construcción, son los principales contribuyentes al smog de la ciudad. En 2016, El gobierno indio ha declarado que los niveles severos de contaminación del aire tóxico en Delhi la colocan en una “situación de emergencia”.
En París, donde se ha celebrado la Cumbre del clima (diciembre 2017) los pedidos de celeridad en la aplicación de compromisos sobre reducción de emisiones han enfrentado consolidados intereses corporativos y geopolíticos mundiales. Cambiar la matriz energética global conlleva modificar el sistema mundial de producción y sus fuentes de provisión; supone degradar el valor geoestratégico de determinadas zonas y regiones (Medio Oriente) para empoderar otras áreas proveedoras de energías renovables o que disponen de capacidades tecnológicas de reconversión.
Dicha mutación del orden productivo conlleva el surgimiento de nuevos equilibrios globales de poder y favorecer industrias limpias por sobre contaminantes que, en el actual escenario económico mundial, generan millones de puestos de trabajo como la industria automotriz y siderúrgica. Para quienes se oponen a estos radicales cambios, ni siquiera las históricas catástrofes naturales del 2017 urgen acabar con el predominio de energías fósiles y optar por la evolución progresiva hacia una economía verde.
Por otra parte, modificaciones en la infraestructura productiva, corporativa y laboral como las mencionadas, definirían un nuevo mapa institucional sobre el cual apoyar la sostenibilidad de dichas estrategias; un cuadro de situación que rechazan gobiernos y firmas transnacionales recelosos de ceder cuotas consolidadas de poder y sostener el status quo. Y menos aún en momentos de “crisis existencial” para el sistema liberal institucional heredero de Bretton Woods, afectado en sus cimientos por temblores que repercuten en regímenes internacionales y organismos multilaterales como la ONU, el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Organización Mundial de Comercio (OMC).
Finalmente, el presidente Macron sin dudas es consciente de las contradicciones existentes en el seno de la Unión Europea (UE) respecto del cambio climático y sus impactos de mediano y largo plazo. Expuso estas tensiones la reciente cumbre celebrada por la UE-28 con el fin de abordar el cumplimiento de acuerdos sobre este punto; antes que acordar avances a mayor velocidad, el consenso logrado degradó expectativas y “rebajar” ambiciones estaduales e intra comunitarias sobre reducción de emisiones energéticas durante la próxima década. La introducción de excepciones por parte de diversos países, confirmó así discordantes enfoques intra instituciones europeas (Consejo, Comisión y Parlamento) retrasando metas sobre, por ejemplo, reducción de ayudas a plantas de carbón y gas, entre otros puntos sensibles sobre los que se ha nuevamente de debatir en 2018.
Buenos Aires: incertidumbre y desafíos por venir
En similar sintonía, la reciente Cumbre ministerial de la OMC celebrada en Buenos Aires, también dejó notas preocupantes. En primer lugar, el gobierno argentino prohibió el ingreso al país de representantes de ONGs que luchan por el medio ambiente; la medida recayó sobre 64 personas pertenecientes a diferentes grupos u asociaciones. Si bien esta disposición fue luego revertida, llamó la atención que tuviera por destinatarias directos a representantes de ONGs “oficialmente” acreditadas por la misma OMC para participar de las deliberaciones.
Segundo, la evolución de las negociaciones multilaterales sobre comercio no llevó a buen puerto debido a persistentes diferencias sobre aspectos ligados al comercio de bienes industriales, servicios, y agro alimentos. Sobre este último punto, países como la Argentina persisten en el llamado a la apertura de mercados (europeos y asiáticos) a las exportaciones de agrícolas argumentando regímenes de producción limpios y métodos no contaminantes; planteos que no logran rebatir argumentos proteccionistas provenientes de economías europeas, asiáticas, Canadá y EE.UU., entre otras.
En este orden, economías productoras como la Argentina centran su estrategia comercial externa en ventas de productos agrícolas y alimentos. Y sobre esto hay matices que observar. En primer lugar, la “expansión de la frontera agrícola” en Argentina (como en Brasil) se ha producido mayormente a costa de la deforestación y tala indiscriminada. Fallas de gestión sobre utilización de recursos hídricos afectan localidades urbanas y rurales, ocasionando variaciones climatológicas severas.
También las exportaciones agroalimentarias argentinas por su volumen se cuentan entre aquellas que registran mayor “huella hídrica y de carbono”. Esto es resultado tanto de la necesidad de contar con grandes cantidades de agua para producir, por ejemplo, una tonelada de oleaginosas (soja) o la intensiva utilización de agroquímicos como herbicidas y fertilizantes, los cuales provocan enfermedades potencialmente cancerígenas.
En tal sentido, el más difundido es el glifosato. Se trata de un herbicida utilizado para eliminar malezas sobre el cual la Organización Mundial de la Salud (OMS) determinó en 2015 que es “probablemente una sustancia cancerígena para los humanos”. No obstante, su utilización es cada vez mayor y está asociada a métodos intensivos y extensivos de explotación incluso la producción de transgénicos (OGM). Argentina es el tercer país del planeta con mayor cantidad de hectáreas cubiertas con OGM.
Ante esta constatación, han surgido tensiones y protestas sociales en zonas productoras de la provincia de Córdoba y del Gran Rosario en la provincia de Santa Fe. Son áreas donde pobladores comienzan a sufrir enfermedades de diversa índole, en particular en niños y adultos mayores; recientes medidas sobre prohibición de su uso por parte de autoridades o consejos vecinales, han sido anuladas por presión de grandes firmas productoras. Entonces, ¿es este un modo de producción agrícola eco sostenible?
Pero si el presente es preocupante, el mediano plazo parece serlo más. Durante el acto formal de inicio de la presidencia pro tempore del G-20 por parte de la Argentina, el presidente argentino anunció que el país adoptará una “agenda amigable y componedora con todos los gobiernos” asumiendo un liderazgo regional que permita incorporar demandas e intereses de las economías latinoamericanas.
Estas expresiones confirman que el capítulo sobre cambio climático será tratado en reuniones específicas a realizarse durante el año, pero no formará parte de la agenda central del G-20 que reunirá a los principales líderes mundiales en Buenos Aires durante el año 2018. Esto es así porque el gobierno argentino asumió que, de haberlo hecho, hubiera generado tensiones con un aliado político – diplomático importante como los Estados Unidos.
Su tratamiento lateral en el seno de una plataforma multilateral como el G-20, confirma explícitas disidencias expuestas durante la cumbre de Hamburgo (julio 2017) en la que el presidente estadounidense rechazó apoyar directrices del Acuerdo de París y, contrariando anteriores compromisos políticos nacionales, reiteró su decisión de fomentar la explotación de combustibles fósiles a pesar de sus esperados efectos nocivos por emisiones contaminantes. Cabe recordar que si bien las resoluciones del G-20 no son vinculantes, estas se transforman en lineamientos y recomendaciones que pueden luego ser aplicados como políticas públicas por parte de los países miembros.
Por todo lo expuesto, las palabras del Presidente Macron cobran mayor importancia y, si bien París y Buenos Aires están lejos una de otra, han funcionado como cajas de resonancia exponiendo recelos y discordancias relativas a la acuciante cuestión global del cambio climático.
Pese a las resistencias políticas y corporativas, persisten en la lucha contra el cambio climático actores sub nacionales (ciudades, regiones), organizaciones de la sociedad civil, grupos de interés (indigenistas, conservacionistas) y ciudadanos comprometidos en alentar prácticas contrarias a las predominantes por parte de industrias contaminantes y gobiernos negacionistas; también el sector financiero tiene un importante papel que cumplir. Como suele suceder, gran parte de la respuesta a desafíos y posibles soluciones residen en la educación de jóvenes generaciones.
Ante la próxima reunión del G-20 en Buenos Aires actuar con sabiduría y rapidez puede allanar el camino para generar una mayor conciencia sobre los riesgos y efectos provocados por el cambio climático; sus impactos ya están aquí.