Olas de calor y dengue como la nueva postal del verano en Argentina. Ríos que se secan e inundaciones que devastan ciudades enteras. Sequías que disparan la inflación, incendios en humedales y en bosques que avanzan sobre provincias.
En Argentina y en el mundo, la excepción se hizo regla. El avance de las devastadoras consecuencias del cambio climático es ya innegable, y los impactos se sienten sobre la economía, la salud y nuestra vida cotidiana.
Ante este embate, las respuestas suelen ser tardías, y es habitual que evoquen responsabilidades puntuales: las inundaciones ocurren por culpa de una mala planificación urbana, los cortes de luz se explican por la falta de inversión de las compañías y los incendios son motivados por la ambición de los empresarios.
Si bien todo ello es en mayor o menor medida cierto, la realidad es que lo era también hace veinte o treinta años. La diferencia fundamental es que la frecuencia y intensidad de los fenómenos que ocurren hoy es varias veces superior.
El cambio climático nos exige cambiar el enfoque: viviremos en un mundo distinto, crecientemente hostil, signado por la ocurrencia habitual de eventos que antes eran excepcionales. Lo que separa la adversidad de la tragedia es, enteramente, nuestra capacidad para adaptarnos y prevenir las peores consecuencias. Algo fácil de decir, pero muy difícil de hacer.
Adaptar es la tarea
¿Por qué cuesta impulsar la adaptación climática, a pesar de que aceptemos su relevancia?
En primer lugar, porque la adaptación al cambio climático es específica a cada contexto: lo que funciona en una región, comunidad o actividad productiva puede no ser útil en otra. Por ejemplo, muchas regiones de Argentina enfrentan una creciente escasez hídrica. Sin embargo, las respuestas deben variar según las especificidades regionales.
En la región de Cuyo, en el centro-oeste de Argentina, donde las comunidades dependen de los glaciares andinos en retroceso, se requieren sistemas de almacenamiento y gestión del agua de deshielo. En cambio, en la región del Chaco Seco, caracterizado por sequías prolongadas, se priorizan estrategias como la captación de agua de lluvia. Tampoco es lo mismo si las comunidades dependen de la agricultura, donde el agua es esencial para la producción, que si su principal uso es para consumo humano.
En segundo lugar, la adaptación al cambio climático tiene como objetivo principal la prevención, quizás la categoría más ingrata dentro de las políticas públicas: resulta muy difícil demostrar el mérito —y la importancia de invertir altas sumas de dinero— de haber evitado la ocurrencia de algo. ¿Cómo se hace campaña con eventos trágicos que no sucedieron? Nadie celebra que un incendio no se propagó durante una época seca ni felicita por la menor proliferación de mosquitos en un verano tórrido.
En tercer lugar, la mayoría de las acciones de adaptación requieren inversiones estatales, ya que los servicios que brindan son bienes públicos, no apropiables por individuos o empresas que puedan generar un negocio a partir de su implementación. La urbanización de barrios populares, los sistemas de alerta temprana o el fortalecimiento de la salud pública son ejemplos de acciones necesarias para adaptarnos a un clima más hostil, y cuya responsabilidad recae principalmente en los Estados.
Lo que separa la adversidad de la tragedia es, enteramente, nuestra capacidad para adaptarnos y prevenir las peores consecuencias
Por último, estas medidas suelen generar beneficios locales más que globales, lo que reduce la presión internacional para su implementación y dificulta que reciban el mismo nivel de prioridad que las acciones de mitigación.
De la defensiva a la ofensiva
Sin embargo, no son todas dificultades en el horizonte. Crear entornos resilientes puede ser una oportunidad no sólo para combatir el cambio climático y sus consecuencias, sino también para reimaginar espacios más habitables y agradables para las personas, donde se fortalezcan los lazos comunitarios y los ámbitos de cooperación. Estos cambios pueden sentar las bases de sociedades más inclusivas y cohesionadas, capaces de prosperar incluso frente a la adversidad climática.
Los ejemplos son muchos, y la mayoría están aún por crearse. En las ciudades, el crecimiento de los espacios verdes, como parques y corredores ecológicos, e incluso la restauración de cursos de agua, áreas costeras y humedales, no sólo ayudan a absorber el agua de lluvia y mitigar el efecto “isla de calor”, sino que también multiplican los entornos para la sociabilidad y el disfrute comunitario.
El mejoramiento del transporte sostenible —con servicios públicos de calidad, redes peatonales y ciclovías arboladas— mejora la calidad del aire, reduce el calor y el ruido, y fomenta hábitos de movilidad más saludables. Iniciativas como las huertas comunitarias en escuelas y espacios públicos contribuyen a la seguridad alimentaria y la reconexión con la naturaleza, y fomentan lazos de cooperación y pertenencia entre los ciudadanos.
En el ámbito rural, la restauración de ecosistemas degradados aporta al cuidado de la biodiversidad y mejora la productividad ganadera y agrícola al reducir la erosión del suelo.
Y no partimos de cero: desde la firma del Acuerdo de París en 2015, la agenda de adaptación en Argentina ha avanzado en capacidades estatales y relevancia institucional. Se consolidaron equipos técnicos especializados en el estado nacional argentino, se sancionó la Ley de Adaptación y Mitigación al Cambio Climático y se estableció el Gabinete Nacional de Cambio Climático (GNCC), que transversaliza el tratamiento del tema al interior del Estado. Tenemos, desde 2022, nuestro Plan Nacional de Adaptación, elaborado de manera conjunta entre el Estado nacional y representantes subnacionales, con diagnósticos de las amenazas, análisis riesgos y metas de adaptación a 2030.
A nivel subnacional, la agenda también avanza: cada vez son más los municipios y provincias con planes de respuesta frente al cambio climático; se conformó la Alianza Verde, que nuclea provincias que buscan sostener y potenciar la política ambiental; y organizaciones como la Red Argentina de Municipios frente al Cambio Climático, conformada por 206 jurisdicciones, impulsa el diseño e implementación de la planificación climática a nivel local.
Pero los desafíos van en aumento y corren tiempos de negacionismo. El cambio climático avanza y no hay espacio para perder tiempo. El gobierno nacional se ha mostrado reaccionario en la agenda climática: desde que asumió el poder en 2023, degradó la autoridad ambiental de ministerio a subsecretaría, retiró a Argentina de las negociaciones climáticas internacionales en la cumbre COP29, destruyó capacidades estatales y está considerando retirarse del Acuerdo de París.
Pero esto no significa que la agenda esté perdida. Es hora de que el resto de la sociedad —desde gobiernos locales y organizaciones sociales, hasta sindicatos y empresas— tomen la posta de proponer y construir un futuro que es tanto necesario como deseable.
Ana Julia Aneise y Elisabeth Möhle son las autoras de “Argentina frente al cambio climático. Un nuevo modelo de desarrollo para un mundo en transición”, un documento de análisis del think-tank Fundar en Argentina.