El ministro de Relaciones Exteriores de China, Wang Yi, llega a Colombia la semana que viene para realizar una visita oficial por América Latina que incluye a Bolivia, Perú y Ecuador. El momento no podía ser peor para el presidente colombiano Juan Manuel Santos, quien a pesar de haber ganado el Premio Nobel de la Paz, acaba de ser derrotado en el plebiscito que le dijo no al acuerdo de paz que su gobierno negoció durante cuatro años con los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Apenas un 37,4% de los 34,9 millones de electores asistieron a las urnas 2 de octubre pasado para votar por el acuerdo de paz. El “no” ganó con un 50,2%. Para obtener la aprobación, el acuerdo necesitaba apenas el 13% de los votos, dado que el presidente Santos había logrado que la Corte Suprema aprobara la reducción de ese porcentaje (que originalmente era de un 50%) alegando que ocurriría la ya tradicional abstención colombiana. Ahora gobierno, oposición y líderes de la guerrilla intentan encontrar una salida para evitar que los miembros de las FARC vuelvan a la actividad. Según los analistas consultados por Diálogo Chino, los colombianos quieren la paz, pero rechazan el acuerdo básicamente por tres razones: porque no castiga a los guerrilleros por los delitos cometidos; porque preveía una ayuda financiera para los miembros de la guerrilla durante un lapso de dos años y les garantizaba a los miembros de las FARC diez escaños en el Parlamento durante dos períodos legislativos aunque sus candidatos no obtuvieran los votos necesarios para obtener un lugar en la Cámara y en el Senado. Cuando llegue a Colombia, el canciller chino Wang Yi deberá escuchar los pronósticos de los analistas prevén dos escenarios: el primero, de un país en caos, con una guerrilla todavía más fuerte, que ya se debe haber refugiado nuevamente en las montañas; el otro, que los guerrilleros ya no puedan ocupar el territorio que ocuparon en el pasado, inclusive porque dicho territorio ya estaría ocupado por los disidentes de las mismas FARC y por la guerrilla marxista Frente de Liberación Nacional (FLN). Pero la victoria del No podría impactar negativamente en la futura prosperidad económica de Colombia ya que los inversores chinos y extranjeros pueden seguir pasándolo por alto como mercado y en su lugar favorecer a las economías con mayor proyección a futuro, según Benjamin Creutzfeldt, un experto en China -América Latina y Asuntos estadounidenses en SAIS Instituto de política Exterior. China y Colombia La visita de Wang a Colombia es coherente con una estrategia más amplia de Beijing en América Latina, que tiene como objetivo diversificar su cartera de préstamos y de las actividades de sus empresas públicas (SOE) fuera del alcance de países socios riesgosos como Venezuela, dijo Creutzfeldt. Sin embargo, las empresas chinas que operan en la región son cada vez más propensas a tomar decisiones estratégicas de forma independiente a la dirección del gobierno. “La visita de Wang hará muy poco por llevar a Colombia a la altura de los otros tres miembros de la Alianza del Pacífico [México, Chile y Perú] en términos de las relaciones comerciales con China”, dijo Creutzfeldt, pero sugirió que esto muestra a los colombianos que toman las decisiones que Beijing es un socio dispuesto si recibe las señales correctas en el futuro. Tentativa Ésta es la cuarta vez que Colombia intenta finalizar la guerra civil. Luego de 52 años de enfrentamientos con las FARC, con un saldo de 250 mil muertos, 45 mil desaparecidos y 8 millones de personas que han debido trasladarse de sus hogares a causa del conflicto. Además, las FARC instalaron minas terrestres en zonas rurales con el objetivo de destruir carreteras, plantaciones e impedir la llegada de los beneficios del Estado. Se estima que un 60% del territorio colombiano está repleto de minas que, durante los últimos 25 años, han matado o herido nada menos que a 11 mil personas, siendo que un 40% de esas víctimas nada tenían que ver con el conflicto. El acuerdo establecía que los 9.000 guerrilleros ayudaran a localizar esas minas terrestres luego de haberse instalado en las 20 zonas de seguridad: espacios equivalentes a dos cuadras, diseminados por todo el país, donde los miembros de las FARC entregarían las 20 mil armas en un plazo de 180 días y confesarían sus crímenes. Un jurado especial iba a juzgar a los que hubieran cometido delitos graves (de lesa humanidad): asesinato, secuestro, tortura, estupro y reclutamiento de menores. José Miguel Vivanco, director de la ONG Human Rights Watch, alerta que “entre otros defectos graves, el acuerdo facilita la eximición de generales del Ejército y comandantes de las FARC de las responsabilidades por los delitos cometidos por sus subalternos; permite a criminales de guerra declarados cumplir sus penas mientras ejercen cargos electivos; e incluye modestas sanciones alternativas para la privación de la libertad (que son bastante parecidas a tareas de servicios comunitarios) a guerrilleros que confiesen sus delitos rápidamente y en su totalidad.” Mesada El acuerdo además preveía que quienes no tuvieran causas pendientes con la justicia saldrían, de a poco, de las zonas de seguridad. Entonces comenzarían a recibir del Estado el 90% de un salario mínimo y a cobrar un bono (USD 2.800) en el caso de participar en actividades de reparación a las víctimas tales como ayudar en la localización y desactivación de minas terrestres y en la reconstrucción de carreteras y escuelas. El sector de la sociedad que estaba en contra del acuerdo rechazaba terminantemente esa cláusula. Ellos argumentaban que, como las FARC se transformaron en un grupo de narcotraficantes, tendrían dinero suficiente no sólo para mantener a sus miembros sino también para indemnizar a las ocho millones de víctimas del conflicto. Según el acuerdo, las víctimas recibirían un resarcimiento financiero del gobierno y auxilio para reinsertarse en el mercado de trabajo: familiares de personas muertas y desaparecidas; heridos por minas y ataques; afectados por el abuso de poder militar y migrantes internos. Muchos de los que se vieron obligados a dejar sus tierras por no poder o no querer seguir pagando coimas a las FARC y/o a los paramilitares, querían volver al campo. Y hay más: querían que se los indemnizase por haber tenido que vivir durante años en condiciones infrahumanas en los suburbios de las ciudades colombianas. La oposición, liderada por el ex presidente Álvaro Uribe, un feroz opositor a las FARC y famoso por supuestamente haber eliminado casi la mitad de sus guerrilleros, acusa al gobierno actual de estar en connivencia con el tráfico de cocaína, ya que este habría suspendido la fumigación de las plantaciones de hoja de coca, que se hacían con el pesticida glifosato (considerado cancerígeno). En su defensa, Santos acusa haber tomado este argumento de los ambientalistas, amparados en la Organización Mundial de la Salud (OMS), y quienes afirman que el pesticida es perjudicial para la salud. La cuestión es que, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), desde 2015 hasta la fecha, la producción de cocaína en el país ha crecido de 442 toneladas a 646 y el cultivo de coca creció un 39%. De este modo, Colombia volvió a ubicarse en el primer lugar entre los productores de hoja de coca con una superficie de 96 mil hectáreas, superando a Perú y a Bolivia y a las 69 mil hectáreas de 2014. Desde la década del noventa, en la cual se produjo el declino de los cárteles de droga, tanto las FARC como el ELN de alguna manera controlarían el cultivo, refinado y tráfico de droga junto con las llamadas Bacrim (Bandas Criminales formadas por ex-paramilitares, ex-guerrilleros y narcotraficantes).