Sus abundantes flores de color lila y su aroma fragante lo volvieron un favorito de jardineros y paisajistas, pero el árbol princesa o kiri originario de China podría ser en realidad una amenaza natural que está comenzando a encender las alarmas de científicos y autoridades en América Latina.
Ahora Colombia recomendó declarar este frondoso árbol, conocido con el nombre científico de Paulownia tomentosa, como de “alto riesgo de invasión”. Aún hay relativamente pocos sembrados en el país, pero la decisión preventiva está generando preocupaciones en los agricultores que lo están cultivando como maderable.
La larga vida del árbol princesa
A pesar de su belleza y de su cotizada madera, los científicos colombianos temen que el kiri es una bomba de tiempo en potencia: crece con impresionante rapidez, produce miles de semillas que se dispersan con el viento, de sus ramas se pueden reproducir nuevos árboles y rebrota con facilidad después de un incendio.
Estas ventajas, que lo convierten en una súper especie que prolifera en ambientes intervenidos como pastizales y rondas de ríos, son justamente lo que lo hacen una planta muy difícil de controlar.
Por eso, hace dos meses el Comité Técnico Nacional de Especies Introducidas o Transplantadas Invasoras del Gobierno colombiano, que es el responsable de evaluar los riesgos de las especies no nativas que llegan al segundo país más biodiverso del mundo, concluyó que es mejor evitar su proliferación que lamentarla.
El Ministerio de Ambiente comenzó el proceso para aceptar la recomendación de ese comité, después de que tres de sus integrantes -dos institutos científicos estatales y la mayor universidad pública del país- presentaran conceptos técnicos alertando sobre el árbol de hojas peludas con forma de corazón y cápsulas ovaladas que disparan miles de semillas voladoras. Eso significa que en los próximos meses debería aparecer en la lista oficial de invasores.
Todavía no se tienen reportes de grandes poblaciones salvajes o cultivos de kiri en Colombia, a diferencia de Brasil, Argentina y Paraguay donde fue introducido en la década de 1950, pero el Gobierno colombiano optó por la cautela. Las mayores alarmas vienen de Estados Unidos, donde –tras ser introducida a mediados del siglo XIX- es considerada hoy una especie invasora en doce estados.
“Es triste detectar los efectos de las especies invasoras cuando ya ocurrieron. Lo ideal es pensar de forma preventiva, para evitar que sucedan”, dice la ecóloga Carolina Castellanos, una de las científicas del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt que evaluó el riesgo del kiri.
Tras estudiar la información científica disponible en otros países, el Humboldt concluyó que este árbol –que comienza a verse en cultivos forestales en Colombia y cuyas semillas se venden libremente en internet- representa un riesgo significativo para el país.
“Se parte del principio de precaución: si la especie presenta unas características biológicas que facilitan que sea una invasora, como puede serlo la rapidez de su estrategia reproductiva, se recomienda darle un manejo de mayor cuidado”, explica Dairon Cárdenas, el curador del herbario amazónico del Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas Sinchi y uno de los botánicos más reconocidos del país. Su instituto, el más importante de la Amazonia, respaldó otro concepto de la Universidad Nacional en la misma dirección.
La lucha contra las especies invasoras
Desde hace una década Colombia viene trabajando en intentar controlar a las especies invasoras que más estragos causan en los bosques y mares del país, incluyendo el pez león, la hormiga loca, el caracol gigante africano, la rana toro o el camarón jumbo asiático.
“Muchas veces se piensa que introducir una especie de afuera es una buena idea, pero tenemos que evaluar antes cuáles son sus potenciales efectos negativos y qué puede suceder si prosperan. Debemos reflexionar sobre qué capacidad tenemos como país de manejar especies exóticas”, dice María Piedad Baptiste, una bióloga del Instituto Humboldt experta en invasoras.
Un ejemplo de cómo pueden ser armas de doble filo es el retamo espinoso, un leñoso arbusto de flores amarillas y ramas casi impenetrables traído a Colombia desde el Mediterráneo a comienzos del siglo XX para reforestar zonas de canteras con fuerte erosión. Un siglo más tarde, esa planta ha colonizado los bosques altoandinos e incluso se ha asentado en los bordes de los páramos donde nacen casi todos los ríos del país, incluyendo los que nutren la cuenca del Amazonas. Algo similar ha sucedido con el eucalipto, sembrado ampliamente desde 1915 para reforestar las entonces peladas montañas que rodean a Bogotá, pero que no permite que otras especies crezcan cerca.
En el caso del kiri, su historia muestra cómo impactos ambientales que dejó el colonialismo europeo aún se pueden sentir siglos después. Fueron marineros holandeses de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales –que era el brazo comercial de la flota mercante que colonizó Indonesia y mantuvo rutas comerciales por toda Asia– quienes llevaron sus semillas desde China a Europa en 1830 y lo popularizaron como árbol ornamental. (Sin embargo, por razones aún crípticas, su nombre científico y sus apodos hacen referencia a la princesa rusa Ana Pavlovna, nieta de la zarina Catalina la Grande).
“Las especies invasoras son un motor de pérdida de la biodiversidad, junto con la deforestación o la contaminación. Lo pueden ser por varias razones: porque se comen a otras especies nativas, porque ocupan el espacio de otras especies con estrategias agresivas de crecimiento poblacional o porque transmiten enfermedades”, dice Carolina Castellanos.
¿Madera o ecosistemas?
Inicialmente la paulownia real de China ganó fama como árbol decorativo, pero su rápida expansión hoy tiene más que ver con su valor comercial: su madera estriada y de color clara, durable pero fácil de esculpir, es muy apetecida para fabricar muebles finos e instrumentos musicales.
Pero, sobre todo, su mayor atractivo es que puede alcanzar una altura de 15 a 18 metros en apenas cinco años, mientras que otros maderables preciados como la teca tardan décadas. “Parece un palo el primer año, un paraguas a los tres y se corta en tablones a los cinco años”, es el eslogan con que la promociona Agropaucol, una de las empresas que tiene plantaciones agroforestales de kiri en Colombia.
Aunque aún no hay muchos cultivos, la decisión del Gobierno colombiano de limitar su comercio podría abrir un conflicto entre el sector ambiental y el agropecuario. Mientras el Ministerio de Ambiente teme que la especie pueda salirse del control de quienes la siembran, los empresarios rurales quieren evitar perder el dinero que invirtieron.
“Si hay alguien que está sufriendo somos nosotros. Se nos han bajado las ventas de plántulas y esquejes en un 85% en los últimos tres meses. Hemos tenido que devolver dineros que estaban consignados”, cuenta Andrés Ardila, el fundador de Agropaucol que tiene 20.000 árboles sembrados en su finca en Jamundí (Valle del Cauca).
Ardila teme que su inversión, que él cifra en 200.000 dólares, pueda estar en riesgo con la declaratoria. Para él, el atractivo del kiri está en que permite un negocio agroforestal de rápido desarrollo y en que –al margen de que no sea un árbol nativo- permite reforestar, capturar carbono y recuperar suelos degradados. Es lo que ha permitido, según él, que haya hoy unos 500 mil árboles en el país.
En el fondo, hay una diferencia de visiones: mientras los biólogos temen que ocupe el espacio de la flora nativa, él defiende que el árbol convive con vegetales comerciales. “Si fuera una realidad que es invasora, ya se habría esparcido por toda la finca. Pero la semilla cae de los árboles al suelo y no sale nada porque manejamos un híbrido. La única manera de multiplicarla es por las raíces”, dice, añadiendo que ha intercalado el kiri con otros productos agrarios como pimienta, ají, tomillo y orégano.
“Yo he actuado de buena fe. Compré semillas certificadas. Llevo más de dos años esperando una licencia de comercialización sin éxito de la misma entidad que ahora quiere prohibirla”, añade, atribuyendo todo el problema a un pleito legal interpuesto por una ciudadana contra el gobierno municipal de Nobsa (en Boyacá) a quien Ardila vendió mil esquejes para frenar la degradación causada por la minería de carbón. De hecho, acaba de subir un video a Youtube explicando las bondades del paulownia.
Más allá del temor de Ardila y otros empresarios forestales, es evidente que hay una esquizofrenia al interior del Gobierno en torno al manejo que se le debe dar a esta planta.
El ICA, la autoridad nacional en temas fitosanitarios a la que Ardila acusa de demorar su licencia comercial, sacó un comunicado hace tres semanas en el que enfáticamente prohibió la importación del árbol hasta que no se hagan estudios científicos sobre su comportamiento, pero el texto misteriosamente fue borrado de su página (aunque varios portales regionales lo habían reproducido ya).
Entre las autoridades ambientales regionales, que son en últimas las responsables de controlar las especies invasoras, hay posiciones muy diversas. La de Santander anunciaba con orgullo un piloto de siembra de kiri y lo calificaba como “ideal en los procesos de reforestación” en mayo, cuando ya el Gobierno nacional había solicitado a sus institutos científicos evaluar su riesgo. Otra de ellas, del Huila, recomendó tajantemente “no sembrar este tipo de especies y asesorarse con las oficinas de ambiente de los municipios o con la corporación para que las especies que se planten sean nativas y contribuyan a la conectividad ambiental de la región”.
Los biólogos señalan otra contradicción. “¿Por qué más bien no invertimos como Estado en paquetes tecnológicos para tantas especies maderables nativas?”, pregunta María Piedad Baptiste. Esa inversión en ciencia y tecnología, argumenta, permitiría entender cómo cultivar especies como el chicalá, el roble andino o el guayacán, que ya son parte de los ecosistemas colombianos.
“En realidad, el riesgo no es la especie, sino el cerebro humano: somos nosotros los que creamos el espacio para que una especie se convierta en invasora y después es muy difícil sacarla”, dice Edgar Linares, profesor de la Universidad Nacional que también pasó cuatro meses evaluando los antecedentes del kiri.
“Por razones económicas importamos especies que desplazan nuestro paisaje, pero luego ¿quiénes van a pagar por esos efectos? Ese costo se le traslada a los colombianos”, añade.