Vuelan cuervos al atardecer, el coche abandona el asfalto y circula por un camino de tierra seca que cruzan pequeños lagartos y zorros. En los costados hay charcos de lluvia y matorrales, también cactus de cinco metros de alto y árboles jóvenes que ocultan una valla de alambre y madera de una estancia ganadera tan grande que es imposible verla completa:
“Toda esta zona se deforestó ”, dice Tagüide Picanerai, un líder del pueblo indígena ayoreo, mientras conduce hacia su comunidad, Chaidí, que significa “refugio” en su idioma materno. “Acá se ve que están tirando abajo los pequeños bosques que quedaban. Sabemos que esto mata la biodiversidad y, lentamente, el mundo ayoreo”.
Chaidí es una aldea de casas de madera rodeadas de bosque, una de las zonas más vírgenes del Gran Chaco, el segundo bosque más extenso de América del Sur después de la Amazonía y que conecta con el Pantanal brasileño, el mayor humedal del mundo.
Picanerai es nativo de este inmenso pero desconocido bioma, en parte árido y en parte húmedo que, con 1,1 millón de km2, ocupa la mitad de Paraguay, un tercio de Bolivia, un buen pedazo de Argentina y un poquito de Brasil. Es un territorio el doble de grande que Francia.
Los ayoreo son el único pueblo que vive en aislamiento voluntario en América fuera de la cuenca amazónica. Su derecho a la autodeterminación está consagrado por la legislación interamericana, pero son uno de los pueblos más amenazados y afectados por la deforestación, impulsada por la ganadería y la agricultura a gran escala.
El Gran Chaco está en plena transformación y muy pronto, un nuevo proyecto vial podría cambiarlo drásticamente.
El Corredor Vial Bioceánico
Pocos saben de la enorme riqueza cultural y natural de esta tierra, pero menos saben del proyecto que Paraguay está llevando a cabo aquí: una obra insólita conocida como el “Corredor Vial Bioceánico”, que tendrá 544 kilómetros de asfalto y un nuevo puente entre Brasil y Paraguay para facilitar el tránsito rodado de un lado al otro del continente. El sueño de Colón, llegar a Asia.
Y también el sueño de los productores de soja de Brasil y los ganaderos de Paraguay de alcanzar más mercados asiáticos, atravesando el norte de Argentina y los puertos de Chile. Un tráfico hasta ahora lento, peligroso y muchas veces detenido por caminos de tierra y lodo de Paraguay.
Cuadrillas de trabajadores avanzan día tras día en la nueva carretera, casi todo el camino desde Asunción hasta las comunidades ayoreo está en plena ebullición: camiones, tractores, bulldozers y cientos de personas recorren la vía cavando, asfaltando y pintando.
Picanerai nació hace 34 años en Campo Loro, un asentamiento fuera del bosque, construido por religiosos de la misión evangélica hoy conocida como Ethnos 360, que forzaron a sus padres a abandonar su vida nómada y sus costumbres en la década de 1970. Dice Picanerai que los misioneros llamaron así al lugar porque los hombres y mujeres, como sus padres, obligados a punta de pistola a salir del bosque, no paraban de hablar, como los loros.
La ausencia total de asfalto en la zona paraguaya del Gran Chaco, que hace frontera con Bolivia y Brasil, mantuvo hasta ahora el intenso comercio de materias primas por otros caminos. La enorme dificultad de atravesarlo sin conocerlo le valió el bautismo de la primera literatura colonial, y la del siglo XVIII en adelante, como “infierno verde” o “desierto”, “hostil”, “seco”, “árido”. Pero lo cierto es que no es así.
Puede que sea un bosque impenetrable para un forastero, pero no para los cientos de miles de personas que han vivido aquí desde antes de la llegada de los españoles.
El Gran Chaco: ‘Un ecosistema peculiar’
El Gran Chaco es un bosque de palmeras, jaguares, cactus, espinas y osos hormigueros; de caimanes (jacarés) y pumas y maderas preciosas como el palo santo. Un bosque continuo, de caminos polvorientos y pantanosos, dividido por fronteras políticas que no existen para la naturaleza y en cuatro ecorregiones que, sí, incluyen climas áridos, pero también bosques, humedales, estepas, ríos y lagunas, a veces secas.
Es un bosque de importancia vital para los pueblos indígenas que lo habitan y, como la Amazonía, para la fauna y la flora del mundo entero, cuenta a Diálogo Chino Andrea Weiler, bióloga y profesora de la Universidad Nacional de Asunción, en Paraguay.
“Es un ecosistema tan peculiar, tan único y tan extremo en su biodiversidad que está maravillosamente adaptada a condiciones extremas”, destaca esta investigadora especializada en el monitoreo de la fauna del Chaco, como los jaguares (yaguareté en guaraní, que significa “perro auténtico”) o los pumas.
El valor ecológico del Gran Chaco incluye 3400 especies de plantas, 500 especies de aves, 150 mamíferos, 120 reptiles y 100 anfibios. Muchos amenazados, como el jaguar, el pecarí de barba blanca, el oso hormiguero o el tapir.
Es un ecosistema tan peculiar, tan único y tan extremo en su biodiversidad que está maravillosamente adaptada a condiciones extremas
“Al meter todas estas nuevas rutas habilitan zonas de tránsito mucho más intensivo y ese tránsito va a traer más fragmentación del bosque y más población, a medida que haya más asentamientos urbanos habrá más conflicto”, explica Weiler.
La reducción del bosque y de las presas de los grandes felinos, los atrae hacia las vacas. Weiler alertó que los ganaderos pagan a sus empleados entre 100 y 200 dólares por cada puma que cazan y el doble si es un jaguar, actividades penadas con 5 años de cárcel. Lo mismo o más que un salario mensual medio en la zona.
Ni un desierto ni un idilio
El Gran Chaco no es un idilio ambiental, ni tampoco una tierra habitada solo por indígenas. En el lado argentino, hay plantaciones de soja y algodón transgénico hace dos décadas. En la parte brasileña, unos pocos estancieros son dueños de la mayoría del ecosistema. Y tanto del lado boliviano como paraguayo, miles de colonos menonitas de origen ruso, alemán, canadiense y mexicano se han asentado, generado industrias de extracción de madera, ganadería, leche, soja y algodón. También hay misioneros.
Dos guerras han atravesado este territorio en menos de 200 años. Primero la de la Triple Alianza (1864-1870), en que Brasil y Argentina destruyeron, ocuparon y recortaron Paraguay, —después, para hacer frente a las exigencias de los vencedores, Paraguay vendió las tierras “estatales” del Chaco en la bolsa internacional, privatizando bosques que eran territorio ancestral indígena. Más tarde, la guerra entre Paraguay y Bolivia de 1932 y 1935, que fue, en concreto, por el territorio chaqueño y dejó 60.000 bolivianos y 30.000 paraguayos muertos.
Y a los pueblos indígenas de la región asediados, reclutados o encarcelados, viendo cómo sus tierras seguían repartiéndose sin su consentimiento.
Hoy, Picanerai es uno de los principales actores políticos indígenas del Chaco. Habla ayoreo, español y se defiende en guaraní y portugués. Sobre su ancha espalda carga la responsabilidad de negociar con el Estado paraguayo acciones para prevenir la destrucción de las tierras comunales y los bosques donde viven sus familiares.
Cada quince días, va y viene conduciendo un coche por los más de 500 kilómetros que separan su comunidad de Asunción, la capital de Paraguay, también conocida como “Puerta al Chaco” por ser la mayor capital cercana a este ecosistema. Antes, en 2015, cuando hice el primer viaje con él, llevaba unas diez horas, ahora que la mayoría es asfalto se hace en seis.
Si él y otros líderes no mantienen la presencia y presión en los tres poderes del Estado, sus tierras corren aún más peligro. Tala ilegal, cazadores furtivos, narcotráfico, misioneros y funcionarios públicos corruptos son algunas de sus principales amenazas.
“Lo que antes eran huellas de yaguareté ahora son marcas de las topadoras. Nuestros hermanos solo quieren que salvemos el bosque”, dice en idioma ayoreo Porai Picanerai, padre de Tagüide mientras talla un tortuga hecha de madera de palosanto en su casa en Chaidi.
Desde 2004, año del último contacto, ningún ayoreo ha vuelto a salir del bosque, pero en los 30 años anteriores unos 7.000 de ellos fueron forzados a abandonarlo. En la mayoría de los casos, obligados por la organización evangélica estadounidense Ethnos 360, que provocaron enfrentamientos y muertos, según relatos de los Picanerai y de la ONG inglesa Survival.
El nuevo corredor bioceánico atraviesa algunas de las comunidades ayoreo fuera del bosque, como las de Carmelo Peralta, ubicadas a orillas del río Paraguay, justo por donde pasa el puente que unirá Brasil y Paraguay. Solo el puente ha costado al gobierno paraguayo 103 millones de dólares y se suma a los 445 millones de dólares de asfalto y hormigón de la nueva carretera.
El orgullo paraguayo y el Chaco menonita
“Este puente y esta ruta bioceánica va a permitir a Paraguay ser un aliado estratégico para la producción competitiva, en la región y en el mundo”. Eso dijo en diciembre de 2021, el presidente paraguayo Mario Abdo Benítez, de Carmelo Peralta, anunciando el comienzo de las obras del puente.
Desde ahí, el nuevo asfalto traza una línea recta para conectar el estado brasileño de Mato Grosso con la provincia argentina de Salta. El ministro de Obras Públicas de Paraguay, Arnoldo Wiens, dijo a Diálogo Chino que la ruta será muy útil y podría traer más recursos a su país: “Solamente el estado de Mato Grosso produce cuatro veces más granos que toda la república de Paraguay. Si un cuarto de esa producción usa este corredor, ya supone el mismo volumen que Paraguay”.
La nueva carretera lleva asfalto al departamento de Alto Paraguay, una región que nunca tuvo caminos permanentes hasta que comenzaron las obras viales en 2019.
Un informe de la ONG Earthsight mostró en 2020 como empresas ganaderas brasileñas estaban deforestando ilegalmente porciones de la reserva Patrimonio Natural Cultural Ayoreo Totobiegosode. Earthsight señala en su investigación que el cuero procedente de la zona se ha utilizado por empresas europeas como BMW, producido por la Cooperativa Chortitzer, una gran empresa ganadera propiedad de la comunidad menonita de Loma Plata, donde termina la primera etapa del Corredor Bioceánico.
Loma Plata es, junto a otras dos urbes menonitas, Filadelfia y Neuland, el corazón del Chaco paraguayo, que paradójicamente es mayoritariamente menonita, que han levantado un imperio ganadero y lácteo. Comunidades más o menos ortodoxas de este pueblo europeo errante, que huyó de Rusia y Alemania, se distribuyen por toda América desde los años 1930, casi sin mezclarse con la población local.
Berthold Penner tiene 32 años, nacionalidad alemana y paraguaya. Sus abuelos paternos nacieron en el Chaco, como él, pero su abuela materna llegó desde Alemania huyendo de la II Guerra Mundial. Él creció en una granja de la cooperativa.
Berthold estudió administración agropecuaria y hoy enseña en la misma zona a decenas de alumnos paraguayos y menonitas cómo hacer que las 68 vacas de la escuela den más y mejor leche (alcanzando los 1600 litros por día). También cómo conseguir que las 880 reses dedicadas a producción de carne no se estresen y sean tiernas, o cómo alimentarlas de forma equilibrada e, incluso, cómo ayudarlas a procrear. Relata con entusiasmo los detalles de su oficio mientras uno de los alumnos maneja un flamante tractor que reparte comida a los animales. Berthold se apoya en la valla de alambre y opina sobre el corredor bioceánico:
“La agricultura va a aumentar y toda la producción se va a poder sacar en tiempo y forma”, dice Berthold. “La bioceánica acerca a nuestros vecinos. Son 232 kilómetros menos de camino de tierra donde una lluvia te dejaba parado en el camino. Reduce el riesgo y aumenta la rapidez y seguridad de que el producto llegue a su destino”.
Los efectos de la nueva ruta Bioceánica se sienten también en las carreteras aledañas, como la Trans-Chaco, la que atraviesa Paraguay de Norte a Sur y conecta Asunción con Santa Cruz, Bolivia, dos ciudades parecidas porque están unidas por el Chaco, pese a la distancia geográfica que las separa. El gobierno paraguayo está ampliando esta carretera de dos a cuatro carriles y arreglándola en zonas que antes parecían más la superficie lunar.
El Gran Chaco, una tierra de extremos
Pero este desarrollo no parece acompañar a las comunidades indígenas con el mismo ímpetu que a los demás habitantes del Chaco. A 15 kilómetros de Loma Plata está El Estribo, una comunidad con 7.000 personas, la mitad niños y niñas, del pueblo indígena enxet, también defensores del bosque, pero más urbanizados por su cercanía a las ciudades menonitas.
Benigno Rojas tiene 79 años y más energía que los niños que juegan al piki-voley (mezcla de vóley y fútbol) frente a la escuela de la aldea.
Líder y luchador, Benigno camina decidido mientras acaricia una hoja verde de algarrobo. Me muestra los fastuosos samu’u, o palo borracho, que hay por todas partes y que florecen ofreciendo sus semillas al viento en forma de algodón blanco que cubre hojas, ramas y el suelo de tierra blanquecina.
“En el Chaco, cuando hay sequía hay problemas y cuando hay inundación, también”, relata Benigno.
En el Chaco hay siempre esa dualidad extrema: ausencia total de lluvias durante más de cuatro meses, e incluso falta de agua para beber, o abundancia excesiva que convierte en pantanos los caminos, en imposible el acceso a hospitales, y a los mosquitos en el animal más presente. Pero también, máquinas arrasan 220.000 hectáreas por año de bosque del lado paraguayo y 150.000 por año del lado argentino.
La otra dualidad es la desigualdad económica y racial: a un lado las grandes estancias ganaderas de inversores paraguayos y extranjeros, así como las ciudades menonitas de inspiración alemana, con su agua corriente y electricidad aseguradas, con agricultores de grandes tractores verdes y ganaderos con cuentas y créditos bancarios. Al otro lado, las comunidades indígenas sobreviven con lo justo, casi sin apoyo estatal ni para asegurar la titulación de sus tierras y tomando agua de tajamares, como llaman a los pozos que acumulan agua de lluvia.
Es septiembre de 2022 y la sequía afecta al Chaco desde hace más de cinco meses. Hay incendios en los lados argentino y boliviano que envuelven el ambiente con humo. En El Estribo, la comunidad de Benigno, se está a punto de terminar el agua potable comprada al Estado.
En Brasil, el Chaco es un bioma prácticamente desconocido conectado al Pantanal. Recientemente ha recibido una atención renovada gracias a una telenovela, llamada también “Pantanal”, que ha contribuido a sensibilizar sobre los problemas medioambientales del bioma, aunque nunca tanto como la Amazonía. La devastación del Chaco brasileño está directamente ligada a la devastación del Pantanal por el avance de la frontera agrícola en los últimos 40 años.
María Liz Paya, del pueblo indígena yshy, vive a doscientos metros del río Paraguay, justo en frente de Brasil. En la entrada paraguaya al Pantanal, pero en su casa casi nunca hay agua potable. Es cocinera y vive en Puerto Diana, entre palmeras y cactus; entre caimanes, inundaciones y, últimamente, sequías. Mientras saca agua del río con un cubo que luego tendrá que potabilizar con cloro mira el bosque arder al otro lado del río, cerca de Puerto Murtinho, en Brasil.
“Es la estancia de un ganadero brasileño. Está quemando bosque para hacer lugar a las vacas”, dice Paya. “El fuego avanza cada año sobre la tierra de nuestros ancestros ¿qué futuro tendrán nuestros hijos?”