El suelo que pisa Timoteo Arteaga ya no es apto para sembrar. Hasta hace unos diez años, las 22 familias que viven en San Pablo –un pueblo en Chiquitania, una región en la llanura de transición entre los biomas del Amazonas, el Gran Chaco y el Pantanal– se cultivaba yuca, maíz, frijoles y plátanos. Pero la sequía y una fuerte helada que azotó la zona el pasado mes de julio acabaron con cualquier esperanza de volver a la agricultura.
“Ahora nos da vergüenza comprar en el mercado para llevar a nuestras tierras, cuando antes llevábamos los productos de las tierras al mercado”, dice Arteaga, quién es chiquitano, un grupo indígena que ha habitado durante mucho tiempo la Chiquitania.
“Generará más [para la] economía, pero ¿qué vamos a hacer con el dinero si no podemos comprar oxígeno, aire o bosque?”, enfatiza Arteaga.
Una carretera en la Chiquitania
Esta zona del oriente boliviano es una región poco conocida en el mundo, pero de gran importancia ecológica. Cubre más de 24 millones de hectáreas, casi su totalidad está en Bolivia y, en menor medida, en Paraguay y Brasil. Es el mayor bosque seco tropical de Sudamérica y uno de los mejores conservados del mundo. Sin embargo, la construcción de una nueva carretera, financiada con un préstamo del Banco Mundial y construida por la Corporación Estatal China de Ingeniería de la Construcción (CSCEC) -la mayor empresa constructora del mundo-, hace temer por su futuro.
Cuando se firmó el contrato con CSCEC en 2018, se informó que la empresa china debía entregar el proyecto en 36 meses, es decir, en 2021. Pero el avance ha sido lento, no llegando ni al 20% de ejecución. Los conflictos políticos y sociales en Bolivia, los cambios de gobierno, las elecciones y la pandemia del Covid-19, fueron los obstáculos significantes.
Como muchas carreteras y obras de gran envergadura, la ejecución del proyecto se ha convertido en un tema de acalorado debate. Algunos lo ven como un sueño; otros lo ven sólo como un beneficio para los ganaderos, agricultores y comerciantes, pero no para las comunidades indígenas, que tienen menos vehículos y productos que llevar a los mercados exteriores. Piden una compensación justa por los daños que causará el proyecto a un área que ya lucha contra un clima cambiante, exigen una consulta libre, previa e informada que respete las obras en su tierra ancestral, algo que dicen que hasta ahora se ha violado.
Se toman el agua y la tierra
“[Los operarios de la empresa] Estaban sacando agua de los reservorios de la comunidad durante la época seca. Han dejado a las comunidades sin agua”, nos dice Antonio Suárez Viera, presidente del comité de San Ignacio.
Su acusación es similar a las planteadas en la comunidad de San Antonio, en San José de Chiquitos. Según denuncian los pobladores, sus reservorios de agua fueron aprovechados para esta construcción sin permiso ni consultas. Diálogo Chino, así como los pobladores de la Chiquitania, solicitó entrevistas con las autoridades de la Administradora Boliviana de Carreteras (ABC), tanto en La Paz como en Santa Cruz, sin obtener respuesta.
Pero el agua no es el único problema. En total, 16 comunidades indígenas se verán directamente afectadas por el proyecto: siete en San Rafael y tres en cada uno de los otros municipios. Todas ellas están situadas junto a la carretera. Y esto está causando muchos malestares entre la población.
Juan Carlos Catari, biólogo boliviano dijo que “en el caso de la deforestación, mucha fauna -principalmente monos y pequeños mamíferos- necesita que el bosque no se interrumpa para poder desplazarse”. Además señaló que el bosque Chiquitano contribuye a dos grandes cuencas hidrográficas de Sudamérica: el Amazonas y el Río de la Plata.
Richard Rivero, ingeniero ambiental con experiencia en áreas naturales protegidas, advirtió que “en la construcción de una carretera, el impacto es mayor en la etapa de operación que en la de ejecución. Está el tema de los accidentes, el atropello de la fauna, la mayor contaminación atmosférica por la circulación de vehículos. Esta parte es más importante y hay que prestarle mucha atención”.
Exigen beneficios al Banco Mundial
Un documento oficial de la ABC señala que la licencia ambiental, otorgada para permitir la construcción, data de 2011, con una revisión realizada en 2016.
Pero la validez de la licencia y la construcción han sido cuestionadas durante mucho tiempo por las comunidades afectadas. El proyecto se puso en marcha en 2017, cuando Bolivia recibió un préstamo de 230 millones de dólares del Banco Mundial para financiarlo. Luego, en 2018, la Corporación Estatal China de Ingeniería de la Construcción (CSCEC) se adjudicó el contrato para construir la carretera. Una vez terminada, la ruta San José-San Ignacio formará parte de la red del proyecto del Corredor Bioceánico, que unirá Chile, Bolivia y Brasil, del Pacífico al Atlántico.
Fernando Rojas es el cacique de la Asociación de Comunidades Indígenas de San Ignacio de Velasco (ACISIV). Llegó al cargo tras cuestionar el proyecto vial por varias irregularidades, como la falta de consulta previa. “La Administradora Boliviana de Carreteras (ABC) hizo una exposición pública en la alcaldía en lugar de realizar una consulta previa a los pueblos indígenas”, dice, “nadie nos preguntó nada”, sentenció.
Un PPI es un presupuesto asignado por el Banco Mundial para ejecutar proyectos en zonas donde hay poblaciones indígenas afectadas, con el fin de garantizar los beneficios para estos grupos y evitar o mitigar los impactos adversos. A veces pueden incluir una compensación económica.”Compensa parte del daño que se está generando. Es de carácter amplio porque la carretera no solo está afectando a una comunidad, sino a otras de manera indirecta, por eso se pretende que sea intercomunal”, explica Alcides Vadillo, experto en derechos de los pueblos indígenas.
No hubo ninguna consulta a las comunidades indígenas. Nadie nos preguntó nada
Al momento de escribir este artículo, se esperaba una reunión final con el Banco Mundial e indígenas de los cuatro municipios afectados para firmar los acuerdos con los pueblos indígenas de los cuatro municipios. Sin embargo, las restricciones de viajes en el país debido a la pandemia, no lo han permitido. A pesar de ello, las comunidades están listas para presentar sus proyectos al ente internacional y recibir el PPI. San Ignacio, San Rafael y San Miguel, invertirán el dinero en centros comunitarios donde puedan tener sus oficinas administrativas, salas de reuniones y alojamientos para recibir a los visitantes; mientras que San José planea invertir en proyectos agrícolas, artesanías y perforación de pozos para proteger el agua que cada vez se hace más escasa en este bosque.
La carretera, ¿un mal necesario?
A pesar de la preocupación existente, Luisa Are, tesorera de la comunidad de Miraflores, en San Rafael, dice que ya ha empezado a sentir los beneficios de la carretera. “Aquí las familias tienen siete, ocho hijos, muchas son madres solteras, y con esta construcción nos llega algo de dinero. Por ejemplo, los trabajadores nos pagan por lavar su ropa”, dice Are.
Sin embargo, según Silvia Molina, ingeniera civil e investigadora del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla), la carretera sólo reforzará el modelo económico basado principalmente en la expansión de la frontera agrícola y la ganadería. Ella tiene un tono ominoso sobre el proyecto, y para el futuro de la Chiquitania: “Es todo un proceso en el que la región ya no es definida por quienes la habitan, sino por las empresas y los comerciantes de tierras”.
Este reportaje fue realizado con el apoyo de La Región de Bolivia y Red Ambiental de Información (RAI).